Lo que todo salvadoreño debe saber: Las jornadas de sangre y fuego del 44

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Con el levantamiento militar del 2 de abril de 1944 comenzó la rápida caída de la larga y férrea dictadura del brigadier Maximiliano Hernández Martínez, quien 37 días más tarde abandonaría el solio presidencial.

POR CARLOS CAÑAS DINARTE  Tomado de El Diario de Hoy. ABR 05, 2019- 16:27

Llevaba siete años y siete meses al frente del Poder Ejecutivo nacional cuando, en julio de 1938, el general de brigada Maximiliano Hernández Martínez puso ante los ojos del abogado Dr. Hermógenes Alvarado h. la consulta de una nueva posibilidad de reforma constitucional que le permitiera reelegirse en el mando supremo de la nación.

Para ese momento, el supuestamente probo militar se encontraba embargado por la soberbia de la autosuficiencia y la ostentación de un enorme poder político, que lo hace verse como el profeta o avatar capaz de conducir los destinos del pueblo mejor que cualquiera.

Sin tomar en consideración la respuesta negativa del jurisconsulto, el 20 de enero de 1939 la misma Asamblea Nacional Legislativa violentó el Estado de derecho al decretar una nueva Constitución salvadoreña, uno de cuyos artículos establecía a Hernández Martínez como Presidente de la República, sin necesidad de elecciones libres, por los siguientes cinco años y diez meses, hasta la primera mañana de 1945.

En el interior del Estadio Nacional de la Flor Blanca, el presidente Hernández Martínez se dirige al público asistente a la Decena Deportiva Militar de 1943.

El régimen aprovechó la aparición de esa nueva Carta Magna para suprimir las autonomías municipal y universitaria. El pensamiento y las acciones cívicas y políticas del pueblo salvadoreño quedaban bajo los personales designios del gobernante, quien se constituía en dictador “por convenir a los intereses públicos”.

Ante esos hechos de abierta afrenta a un sistema legal sensato, renunciaron de sus altos cargos en el gabinete el coronel José Asensio Menéndez, el ingeniero Manuel López Harrison y los doctores Hermógenes Alvarado h., David Rosales y Maximiliano Patricio Brannon Vega. Por órdenes superiores, algunos de esos nacionalistas fueron arrestados, encarcelados y vejados en el cuartel central de la Policía Nacional, el otrora llamado “palacio negro”.

El descontento contra Martínez y sus acciones se percibía con facilidad en las calles y casas de todo el país. Pero los hechos bélicos de la Segunda Guerra Mundial en curso desviaban la atención de las gentes y distraían los ánimos.

Fue hasta en octubre de 1943 cuando un grupo de ciudadanos notables se atrevió a enfrentarse a aquel régimen corrupto, devorado por el narcotráfico, cuando solicitó a la Corte Suprema de Justicia que declara ilegal el reglamento ejecutivo que restringía la libertad electoral. Dicha disposición estaba encaminada a “elegir” diputados constituyentes que, sin necesidad del sufragio popular, reeligieran al mandatario para un cuarto período, que finalizaría en la última noche de 1949, lo cual violentaba las disposiciones de los artículos 91 y 157 de la propia Constitución martinista de 1939.

Esta es una de las escasas fotos a color que existen en la actualidad del presidente y brigadier Maximiliano Hernández Martínez.

Así fue como se hizo la reforma constitucional que entró en vigencia el 29 de febrero de 1944. En la población comenzó a circular el rumor de que, si Martínez permanecía dos años más en el cargo, los constituyentes podían hacerlo rey. Bajo el influjo del chisme y del mito, muchos escalofríos recorrieron entonces miles de espaldas de personas humildes, campesinas y obreras. Era necesario impedir más desmanes a como diera lugar.

Selectos oficiales graduados de las promociones V a la XII en la Escuela Militar “general Gerardo Barrios” participaron junto con civiles en la conjura para derrocar al dictador, quien ya había traspasado casi todas las fronteras históricas establecidas por un gobierno racional y con decidido apoyo popular.

Unidos a Crescencio Castellanos Rivas, Agustín Alfaro Morán y Víctor Manuel Marín se encontraban los doctores Arturo Romero, Julio Jiménez Castillo y Francisco Guillermo Pérez. Por el lado de los hombres de armas estaban el general Alfonso Marroquín, el coronel Tito Tomás Calvo, los capitanes Carlos Gavidia Castro, Fernando Carmona y Guillermo Fuentes Castellanos; los tenientes Julio Adalberto Marín, Mariano Castro Morán, Ricardo Lemus Rivas; el subteniente Antonio Gavidia Castro, el cadete aviador Enrique Aberle y muchos profesionales de la guerra.

Prueba de imprenta de este sello postal que jamás circuló, con el que sus allegados pretendieron rendir homenaje al gobernante al tomar posesión como Presidente electo el 1 de marzo de 1935. El brigadier se negó a que esa estampilla fuera impresa y circulara.

Aquel Domingo de Ramos que era el 2 de abril de 1944, miles de personas asistían a los oficios religiosos en los templos capitalinos. Luego de ellos, al mediodía, un grupo de hombres conversaba con sigilo en el interior del Casino Salvadoreño, uno de los centros sociales en los que había presencia de esbirros encubiertos para realizar labores de espionaje para el gobierno dictatorial.

A las 14:30 horas, algunos de los civiles que departían al calor de las copas en aquella mesa entraron por la fuerza en la radio privada YSP, operaron los transmisores como verdaderos desconocedores del tema que eran y lanzaron discursos contra el brigadier Hernández Martínez, arengas en las que anunciaban la sublevación nacional de los cuarteles y la inminente caída del régimen tiránico. En medio de aquel grupo se destacaban las poetas María Loucel y Matilde Elena López, quienes hicieron uso de los micrófonos para arengar a más mujeres a unirse a la sublevación. Ambas pagarían esa osadía con exilios forzosos.

Mientras aquello ocurría, el mandatario estaba con su familia en un paseo por la zona del puerto de La Libertad, donde se levantaba un balneario dedicado a la memoria de Eduardo Martínez Monteagudo, un hijo adolescente al que él mismo había dejado morir de peritonitis al querer tratarlo de su mal con las “aguas azules”, que el brigadier y teósofo filtraba bajo los rayos del sol.

Avisado por un amigo de la situación insurrecta en la capital, el gobernante pidió prestado un vehículo militar y un motorista y retornó, revólver en mano, a la capital, para dirigir la contraofensiva desde el Palacio de la Policía Nacional. Sobre aquella instalación, el teniente Lemus Rivas y otros pilotos aviadores lanzaban bombas y metralla nutrida, al igual que sobre Casa Presidencial y las cercanías de los cuarteles de Infantería y El Zapote, por entonces repletos de presos políticos desde hacía varias semanas.

Las tropas sublevadas estaban seguras de que recibirían refuerzos de las guarniciones militares de Santa Ana y Ahuachapán, pero estos llegaron a Villa Delgado hasta en la tarde del día 3, cuando ya Hernández Martínez tenía controlado al movimiento, encarcelados a todos los implicados en él y reprimida cualquier manifestación contraria a su gobierno. Cuando esos militares de apoyo retornaban hacia la urbe santaneca, fueron interceptados en el valle de San Andrés por ametralladoras y fusiles apostados a ambos lados de la calle. Esa batalla pasó pronto al olvido, pese a los más de 150 soldados y oficiales que rindieron sus vidas en aquella zona cenagosa.

Caricatura del brigadier Hernández Martínez, publicada a fines de 1932 en el periódico capitalino Reforma Social, opositor a su régimen.

Entre el 4 y el 9 de abril, el Consejo de Guerra presidido por el general Luis Andréu condenó a la pena de muerte a casi una treintena de los militares insurrectos. Debido a influencias y astucias, Castro Morán y Lemus Rivas pudieron escapar de la muerte y vivir para contar sus gestas. Castro Morán moriría en la capital salvadoreña, pero Lemus Rivas se marcharía al exilio en Estados Unidos, donde moriría a inicios de la segunda década del siglo XXI. Otros no corrieron con la misma suerte y ofrendaron sus vidas bajo las balas y ante los muros interiores de la Policía Nacional y el Cementerio General de San Salvador.

Al fracasar la intentona militar, reprimida a sangre y fuego, el tirano teósofo aprovechó la ocasión para enviar al exilio a varios intelectuales y periodistas que no eran de su agrado ni le favorecían ya en sus despóticas disposiciones.

Pocas semanas más tarde, serían mujeres, universitarios, ferrocarrileros y cientos de personas del pueblo llano y humilde quienes se lanzarían a la protesta silenciosa y pacífica contra el régimen dictatorial y forzar su caída. El pueblo hizo suyas la palabra y gesta del indio Mahatma Gandhi y se alzó en una insurrección no violenta: la huelga de brazos caídos. El brigadier había entrado en su propio laberinto y sólo tenía una salida posible.