Por Kevin Casas-Zamora/Project Syndicate/DL
Durante los últimos 5 años, unos 100.000 niños migrantes no acompañados provenientes de Guatemala, Honduras y El Salvador fueron aprehendidos en la frontera sur de Estados Unidos. Son un subgrupo particularmente trágico de los aproximadamente 3 millones de migrantes del llamado Triángulo Norte de Centroamérica que han llegado a Estados Unidos en las 2 últimas décadas, 2 de esos 3 millones son salvadoreños.
En las raíces de este éxodo yace una maraña de problemas estructurales. Gobiernos débiles y desafíos fiscales, una corrupción endémica, economías en crisis y altos niveles de delincuencia han convertido a estos tres países pequeños en lugares difíciles para vivir. Y cambiar esa realidad probablemente requiera de la ayuda de Estados Unidos. Si bien los desafíos del Triángulo Norte no se pueden resolver exclusivamente a través de la asistencia extranjera, es poco probable que se puedan superar sin ella.
La debilidad de los gobiernos de la región es un problema clave. El Triángulo Norte tiene una de las cargas tributarias más bajas del mundo –apenas por debajo de 16% del PIB–, lo que limita seriamente la capacidad de sus gobiernos para mitigar el impacto de los altos niveles de pobreza y desigualdad de sus países.
A esta debilidad fiscal se suma la corrupción endémica de la zona. En relación con el tamaño económico, el fraude que se dio a conocer recientemente en el sistema de seguridad social de Honduras eclipsa el gigantesco escándalo de sobornos de Petrobras en Brasil por un factor de 20. En todo el Triángulo Norte la interferencia política en los procesos judiciales y los organismos de control es enorme, en especial es el caso de El Salvador, donde el gobernante FMLN mantiene una pugna permanente con el Poder Judicial, desestabilizando la democracia.
Es más, a los Estados débiles les resulta difícil ejercer un control efectivo de su territorio, una ventaja importante para los sindicatos del crimen. No hay duda de que el desafío más apremiante que enfrenta la región son sus niveles extraordinariamente elevados de delincuencia.
En 2014, solo Honduras tuvo más homicidios que los 28 estados miembro de la Unión Europea juntos y este 2015 es plenamente superado por los asesinatos incontrolables en El Salvador, que se lleva el galardón del país más violento del mundo.
El origen de la violencia descontrolada se puede encontrar en la presencia generalizada del crimen organizado, particularmente el narcotráfico. Cerca de 90% de la cocaína destinada a Estados Unidos pasa por Centroamérica.
La mayoría de quienes abandonan el Triángulo Norte lo hace por cuestiones económicas. A pesar de los esfuerzos de los tres países por abrir sus economías, su crecimiento de ingresos per capita en los últimos diez años ha sido, en el mejor de los casos, mediocre –lo que deja a la mayor parte de la población sumida en la pobreza o la vulnerabilidad económica–. Es solo gracias a las remesas de los migrantes que estas economías logran mantenerse a flote. Estos giros representan 10% del PIB de Guatemala y casi 17% del de El Salvador. Aquí Honduras lleva la delantera: las remesas responden a 18% de su economía.
Hacer frente a los problemas de la región requerirá de asistencia en varias áreas. Estados Unidos anunció la Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte, una iniciativa destinada a crear “una América central integrada económicamente… con instituciones democráticas fuertes, con instituciones públicas más responsables, transparentes y efectivas, y donde los ciudadanos se sientan seguros y puedan llevar adelante sus vidas en paz y estabilidad”.
El proyecto es oportuno, está bien concebido y encarna la estrategia a largo plazo que será esencial para generar un cambio estructural y, es de esperarse, contener los flujos migratorios. El Congreso de Estados Unidos debería autorizar el financiamiento necesario pronto, pero no parece tener interés en el corto plazo.
Mientras tanto, la comunidad internacional tiene que respaldar el trabajo de la Comisión Internacional de las Naciones Unidas contra la Impunidad en Guatemala. Incluso antes de que la comisión desempeñara un papel crucial en la investigación que derivó en cargos de corrupción contra el presidente Otto Pérez-Molina (que renunció en consecuencia), ya había demostrado su valor. Su experiencia ofrece un plan para el diseño y operación de organismos similares en otros países, especialmente El Salvador y Honduras.
La ayuda más importante que podría brindar la comunidad internacional al Triángulo Norte es seguir alentando a sus gobiernos a iniciar reformas estructurales. Si bien no resulta claro si la élite política actual de la región es un socio apropiado para un esfuerzo semejante, la movilización popular sin precedentes contra la corrupción en Guatemala y Honduras sugiere que sus sociedades civiles, que se han vuelto enérgicas últimamente, podrían ser un aliado importante. En El Salvador el gobierno de la ex guerrilla del FMLN se niega rotundamente a la instalación de un Comisión contra la Impunidad.
La seriedad de los líderes políticos de la región debería medirse según dos criterios: su disposición para presionar a favor de sistemas tributarios robustos y progresistas y su sinceridad a la hora de introducir un equilibrio de poderes y promover la independencia judicial. Sin el primero, la economía seguirá vacilando. Sin el segundo, cualquier esfuerzo por enfrentar la corrupción está condenado al fracaso.
Si los actores externos, particularmente Estados Unidos, son serios cuando hablan de ayudar al Triángulo Norte, no deberían amilanarse y tendrían que exigir estas dos reformas fundamentales. Centroamérica necesita ayuda. Pero solo el cambio desde adentro puede asegurar un futuro en el cual los jóvenes de la región elijan vivir en su país.
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