Se llamaba Luigi Lillio y según parece, nació en 1510 en un pequeño puerto calabrés que entonces era Psycròn y ahora Cirò, justo en la suela de la bota itálica. Pero no hay registro de su nacimiento: en esos años nadie tomaba nota de esas cosas.
Se supone que a sus 20 años se fue a Nápoles donde se hizo médico; se supone que lo consiguió. Se supone que de allí se fue a Roma, pero nadie sabe para qué. Y de allí, supuestamente, a Perugia, donde parece que enseñó medicina. Quizá tuvo algún hijo, quizás una mujer, un hombre, un perro fiel: quién sabe. Quizá lo entristecía la lluvia, quizá comía cochino en la Cuaresma, quizá detestaba las exageraciones de Alighieri; quizás imaginaba que el futuro le pertenecía. Se supone que en 1574 ya estaba muerto, pero tampoco es tan seguro.
Su vida se disolvió en el aire como tantas, como la enorme mayoría: alguna vez habría que tratar de calcular cuántos, de los 100.000 millones de hombres y mujeres que vivieron, mantienen algún recuerdo todavía. De la suya queda, pese a todo, algo. Para empezar hay dos menciones. Está la carta que le mandó el 28 de enero de 1532 su paisano Giano Teseo Casopero para decirle que en Nápoles no perdiera el tiempo y se concentrara en sus estudios: “Intenta descubrir siempre algo nuevo, de manera que, con el favor de Mercurio, puedas ser tu propio patrón y vender a buen precio tu arte”. Y la carta que le mandó el 25 de septiembre de 1552 un cardenal Cervini a un colega en Perugia para que le consiguiera un aumento al “messer Aluigi Gigli”. Fuera de eso, no sabemos nada: si era alto y rubio o bajito y dispéptico, si siempre tenía prisa, si le gustaba el vino. Y, sin embargo, hoy vamos a beber como cosacos por su culpa.
Porque el tiempo, en aquellos días, era un caos. El mundo occidental y cristiano se empeñaba en usar un calendario que llevaba 1.500 años de problemas: lo había impuesto Julio César en el 45 a. C. y había sido un gran logro, pero su desfasaje con respecto al ciclo solar hacía que el equinoccio de primavera ya cayera el 10 de marzo y siguiera avanzando en dirección a enero. El tiempo de los hombres no acordaba con el tiempo del cielo.
La Iglesia de Roma lo sufría: los días se le iban de las manos y no conseguía fijar bien las fechas de sus fiestas. El Vaticano necesitaba, entre otras cosas, volver a la tradición de celebrar la Pascua el primer domingo tras el plenilunio que seguía al equinoccio. Se imponía cambiar el calendario y no era fácil. No sabemos cómo fue que el señor Lillio pensó que él podría hacerlo: siempre hay, por suerte, personas que se creen que pueden lo increíble. Lillio escribió un tratado donde explicaba el plan: había que eliminar ciertos bisiestos y suprimir 10 días de un plumazo. Los bisiestos, por supuesto, no le importaron a nadie, pero los 10 días despertaron bruta resistencia: los pobres romanos sospechaban una maniobra de sus caseros para robarles semana y media de alquiler.
Al fin se hizo, pese a todo: el 5 de octubre de 1582 pasó a ser 15 de octubre. Lillio ya estaba muerto cuando un señor, Ugo Boncompagni, de quien sí sabemos bastante, impuso el calendario que él había diseñado, aunque le puso su propio nombre. Se había inventado uno —Gregorio XIII— porque era papa, y los papas hacen esas cosas. El calendario gregoriano es el culpable de que hoy sea 31 de diciembre, que esta noche nos parezca que todo se termina y todo empieza. Luigi Lillio, si es que existe, si es que existió, debe estar muerto de la risa. (El Pais)