Porqué estudiar derecho romano?

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Bueno, uno podría pensar que hay que estudiar Romano porque viene en los planes de estudio y no queda más remedio. Incluso cabría sostener algún argumento utilitarista: sirve para formar el razonamiento jurídico y es la base del Derecho Civil sin ir más lejos.

Sin embargo, creo que el Derecho Romano sirve para algo mayor y más importante.

En un tiempo de profundas transformaciones sociales, como la revolución digital o los flujos migratorios que llegan a Europa, la tradición romanista brinda la fuente a la que acudir en busca de soluciones jurídicas nuevas a problemas muy antiguos.

Desde la responsabilidad civil profesional hasta las nuevas formas contractuales nacidas de la economía colaborativa, Roma sigue ofreciendo principios y criterios válidos para afrontar estos problemas desde una tradición de más de veinte siglos.

El abogado dedicado al derecho tributario leerá con interés el pensamiento jurídico sobre el fideicomiso -el “trust” del derecho anglosajón- mientras que el notario que interviene en un testamento no perderá el tiempo al repasar la cuarta falcidia, que debe su nombre a Cayo Falcidio, tribuno de la plebe. Al final, el Derecho Romano aparece donde uno menos se lo espera.

Por ejemplo, en la responsabilidad del asesor fiscal, que nos obligará a reflexionar sobre una vieja máxima de Gayo, “nadie se obliga por dar consejo”.

Ulpiano, por su parte, sentó la excepción del consejo “fraudulento” de modo que si cabía la petición de responsabilidad en supuesto de dolo o “astucia”.

NOBLEZA DE TOGA

En realidad, este fabuloso legado de textos, reglas y casos ha sentado las bases de la civilización occidental con la misma solidez que la filosofía griega o la espiritualidad bíblica.

Las instituciones romanas sobrevivieron al propio Imperio tanto en Occidente como en el Oriente, donde el poder imperial duró casi otro milenio.

La posesión, la propiedad, la propia noción de derecho individual o de sujeción del poder a la norma sobrevivieron a las invasiones bárbaras y terminaron derrotándolas.

Las Facultades de Derecho -llamadas de Leyes o de Jurisprudencia- nacieron con las primeras universidades tanto en Europa como en el mundo islámico.

Los letrados pasaron a convertirse en una nueva forma de aristocracia -la llamada “nobleza de toga”- que fue alcanzando posiciones de poder antes reservadas solo a la nobleza de sangre.

Bernard Lewis ha subrayado el choque cultural -podríamos decir “de civilizaciones”- que supuso para el Imperio Otomano la cultura de Derecho Internacional que fueron imponiendo las potencias europeas a medida que ganaban poder en el Oriente.

Todo el lenguaje jurídico y los propios conceptos de los tratados nacían de aquellas formas de diplomacia, paz y guerra que Roma había alumbrado, directa o indirectamente, al mundo.

El Tratado de Carlowitz (1699) fue, probablemente, la primera vez que los otomanos se enfrentaron con “ese extraño arte que llamamos diplomacia”.

Solo hay otro Derecho que pueda equipararse al Romano en majestad e importancia histórica: el Canónico.

PUBLICIDAD DE LOS PROCESOS

Démosle, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, reconociendo la importancia de este Derecho de la Iglesia Católica de rancio abolengo en consentimientos y vicios matrimoniales.

Sin los canonistas, principios comúnmente aceptados como la publicidad de los procesos o el derecho a la justicia gratuita para quien carece de medios para litigar serían otra cosa o no existirían.

El profesor D´Ors dice que el Romano son las humanidades del jurista. Quien acuda a él ante un caso difícil o un juicio adverso rara vez saldrá defraudado.

Estos pretores, tribunos, magistrados, senadores y jurisprudentes lo vieron todo, lo conocieron todo y, aunque muchas cosas hayan cambiado, la condición humana subsiste y ahí siguen los deudores pertinaces, los socios desleales, los contratos oscuros, los matrimonios dudosos o las magistraturas escandalosas.