. La inesperada y prematura muerte de Alfonso XI entregaba la Corona de Castilla a su único hijo legítimo Pedro, habido de su matrimonio con María de Portugal. Pedro I subió al Trono a la edad de 16 años, en medio de una grave crisis alimenticia, el descenso demográfico, el alza de precios y una reacción de los nobles dispuestos a recuperar sus privilegios. El engaño y la falsedad eran moneda corriente; todos desconfiaban de todos. Los juramentos y las promesas más solemnes no tenían valor alguno si no se acompañaban de rehenes. Nadie se atrevía a viajar sin una nutrida escolta por temor a los salteadores. La relajación era muy acusada, tanto en la nobleza como en el alto y bajo clero, y este último, en vez de ser un elemento moralizador, participaba de la misma ignorancia y grosería que el pueblo, superándolo en la disminución de las costumbres correctas.
Alrededor del Trono de Pedro I se apretujaban ocho bastardos: Enrique, Fadrique, Fernando, Tello, Juan, Sancho, Pedro y Juana, habidos de los amores de Alfonso XI con Leonor de Guzmán. También estaban sus primos, los infantes de Aragón, Fernando y Juan, hijos de Leonor de Castilla, que había abandonado a su moribundo esposo Alfonso IV de Aragón para refugiarse en Castilla, temerosa de las represalias que pudiera tomar contra ella Pedro IV el Ceremonioso. María de Portugal, que durante años vivió postergada y recluida en un solitario Palacio sevillano con su hijo Pedro, esperaba con ansia el momento de vengarse de la amante de su esposo. Leonor de Guzmán, conocedora del odio que le guardaba la Reina viuda, optó por refugiarse en Medina Sidonia. En 1350, Leonor de Guzmán casó a su hijo Enrique, conde de Trastámara, con Juana Manuel, hija de Juan Manuel y de Juana de la Cerda, con lo que así estrechaba sus lazos con la familia real y aumentaba sus derechos al Trono. Sin embargo, el retiro adoptado por Leonor de Guzmán no la iba a librar de la venganza de María de Portugal, que la mandó prender y trasladar al Alcázar de Talavera, donde fue ejecutada en 1351. Este crimen innecesario ocasionó graves desórdenes en el Reino.
Pedro I cayó gravemente enfermo y se temió por su vida. En torno a su lecho, se fueron tejiendo las intrigas de todos los aspirantes a ocupar el Trono, entre los que destacaban Fernando de Aragón, sobrino de Alfonso XI por ser hijo de su hermana Leonor y de Alfonso IV de Aragón, y Juan Núñez de Lara, Señor de Vizcaya y descendiente del infante de la Cerda. Pero el Rey sanó, recayendo el Gobierno sobre Juan Alfonso de Alburquerque, antiguo ayo del Monarca, en quien María de Portugal y Pedro I veían un fiel servidor. Durante la enfermedad del Rey, nadie hizo valer sus derechos al Trono de los hijos bastardos de Alfonso XI
Alburquerque iba a ejercer su valimiento durante dos años, gobernando el Reino y ocupándose de buscar distracciones al joven Monarca, haciendo además de proxeneta real. El Gobierno despótico de Alburquerque y la envidia de los nobles, que le veían como el privado del Rey disponiendo a su antojo de la voluntad del Rey, no tardó en producir disturbios. Alburquerque obró con brutalidad y aplastó sin contemplaciones las revueltas de los nobles, ordenando la ejecución de Garcilaso de la Vega, el Joven[1], en 1351. Alfonso Fernández Coronel se había hecho fuerte en Aguilar de la Frontera (Córdoba); Pedro I acudió a sitiarlo. Ante la noticia de que Enrique se había sublevado en Asturias, dejó un retén de vigilancia en torno al castillo y acudió rápidamente a domeñar a su rebelde hermanastro, al que rindió y perdonó. Pedro I regresó a Aguilar, tomó el castillo e hizo prisionero a Fernández Coronel, al que mandó decapitar. Las rebeliones quedaron ahogadas en sangre, contribuyendo estas sumarias ejecuciones a que nadie se sintiera seguro; los que no fueron detenidos, optaron por la huida.
María de Portugal y el valido Alburquerque decidieron casar a Pedro I buscando esposa en Francia. La elegida fue Blanca, hija del duque de Borbón, de 15 años de edad, bella y discreta, que, según el contrato matrimonial, aportaba 300.000 florines como dote. Con este matrimonio, Alburquerque rompía la neutralidad castellana en la guerra de los Cien Años[2], que enfrentó a Inglaterra y Francia. Mientras llegaba la novia, Alburquerque se preocupó de proporcionar al Monarca otros entretenimientos. El valido pensó que, si le proporcionaba una amante elegida por él, podría conservar indefinidamente su influencia sobre Pedro I.
María de Padilla, joven educada en la casa de la mujer de Alburquerque, Isabel de Meneses, y descendiente de una rica familia a la que las guerras civiles arruinaron fue la elegida por el valido. Desde el instante en que le fue presentada en San Fagund (Orense) donde Pedro I se detuvo a su regreso de Asturias, quedó prendado de aquella hermosa joven, pequeña de cuerpo, elegante, jovial, voluptuosa y de gran talento. Todo indica que el Monarca fue correspondido con los mismos sentimientos por María de Padilla, a la que no guiaba ningún interés ni cálculo. Fue un idilio impetuoso y fecundo del que nacieron un hijo y tres hijas. Pedro I tuvo además otros amores, e hijos bastardos, pero a María de Padilla la amaba con tal pasión que le era difícil apartarse de su lado.
Todos los cálculos del valido Alburquerque iban a fallar. Cuando Blanca de Borbón llegó a Valladolid en 1353, Pedro I ya esperaba un hijo de María de Padilla. Aunque los festejos de la boda fueron brillantes, poco duró la felicidad de Blanca. Pedro I se casaba un lunes y el miércoles abandonaba a su esposa para reunirse en Puebla de Montalbán (Toledo) con María de Padilla. Blanca de Borbón llegó a Castilla sin la dote prometida y Pedro I la repudió y la confinó en Arévalo y más tarde en el Alcázar de Toledo, consiguiendo que varios Obispos anularan su matrimonio. Por último, Blanca fue llevada a Medina Sidonia, donde Pedro I ordenó poner fin a su vida en 1361, cuando contaba 25 años.
La caída de Alburquerque, que huyó a Portugal y se dedicó a intrigar contra su Rey, propició el ascenso de los parientes de María de Padilla, de los Guzmán y de los infantes de Aragón. En 1354, Pedro I contrajo nuevo matrimonio con Juana de Castro, viuda de Diego de Haro. Juana, que deseaba ser Reina, no se rindió al capricho del Monarca sino después de casarse por la Iglesia; pero éste, una vez satisfecha su pasión amorosa, la abandonó al día siguiente del enlace, con lo que los ofendidos Castro se sumaron a los enemigos del Rey.
Pronto se formó una coalición de nobles, y Pedro I se sintió prácticamente sitiado en Toro rindiéndola en 1356, pasando a cuchillo a la mayoría de sus defensores. Enrique de Trastámara, que ya se perfilaba como su gran rival, pudo huir a Francia. Su otro hermano, Fadrique, pudo salvar la vida porque ya se había reconciliado con el Rey antes de la rendición de Toro. En esta guerra fue adquiriendo Pedro I su terrible fama de el Cruel, por las sangrientas represalias que llevó a cabo. En 1357, gracias a la intervención del legado pontificio, se consiguió una tregua.
El repudio de Blanca rompió la alianza con Francia, y Castilla se inclinó hacia Inglaterra mientras Aragón lo hacía con sus vecinos galos. La primera guerra entre Castilla y Aragón duró un año. Pedro I llevó la iniciativa y consiguió ventajas territoriales. Pedro IV de Aragón, que tenía un carácter frío, artero y cruel, utilizó a los castellanos rebeldes como fuerza de choque y buscó la ayuda de Francia. Enrique de Trastámara, refugiado en el país galo, pasó a Aragón y se puso del lado de Pedro IV. La lucha se centró en torno a Tarazona, que cayó en poder de los castellanos en 1357. Ese año falleció Alfonso IV de Portugal y ascendió al Trono su hijo Pedro I el Justiciero, lo que permitió al Monarca castellano consolidar su alianza con el Reino luso en contra de Aragón. En el trasfondo de la lucha entre Pedro I de Castilla y Pedro IV de Aragón, subyacía la disputa por la hegemonía comercial entre la flota catalana y la castellano-genovesa.
La corta tregua que se produjo tras la conquista de Tarazona fue aprovechada por Pedro I para finalizar una rebelión en Andalucía, propiciada por Pedro IV y Enrique de Trastámara, que fue sofocada mediante una furiosa acción represiva. Fadrique fue liquidado atrozmente a golpes de maza, en 1358, en Sevilla. Un mes más tarde, Juan cayó asesinado en Bilbao. Tello se salvó de la ira del Monarca al huir rápidamente a Bayona.
La guerra contra Aragón se reanudó, esta vez en Cataluña, al lanzar Pedro I un ataque naval sobre Guardamar (Alicante) y otro fallido contra Barcelona. Mientras Pedro I daba la orden de acabar con todos aquellos que creía que no le eran fieles: Leonor, la Reina viuda de Alfonso IV de Aragón; Juana Núñez, esposa del fallecido Tello; los infantes Juan y Pedro. Todos fueron asesinados. Los Lara fueron prácticamente extinguidos, y los bienes de Enrique de Trastámara fueron confiscados. Pedro I, consciente de su fuerza se enfrentó en Nájera (La Rioja) a Enrique, derrotándolo. La situación se ponía complicada para Pedro IV de Aragón ante la preponderancia de los ingleses en la guerra de los Cien Años. El aragonés firmó la paz de Terrer (Zaragoza) en 1361, por la que Castilla le devolvía las plazas ocupadas a cambio de que no apoyara a los nobles castellanos rebeldes. Libre ya de este frente, Pedro I de dirigió a Granada para sofocar la rebelión que allí había estallado, derrotando a los granadinos y dando muerte al usurpador Muhammad, llamado el Rey Bermejo, que fue atado a un poste y lanceado por el propio Monarca y sus caballeros.
En julio de 1361, María de Padilla fallecía en Sevilla a los 28 años de edad. Pedro I, en las Cortes que mandó reunir en Sevilla en 1362, declaró que se había casado con María en secreto. Las Cortes reconocieron a María de Padilla por Reina legítima y legítimos sus hijos, jurando por heredero al infante Alfonso, que murió un año más tarde. Pedro I mandó trasladar el cadáver de María de Padilla a la Catedral de Sevilla y le dio sepultura en la Capilla de los Reyes.
La guerra con Aragón se reanudó en 1362. Con la ayuda de Carlos II, el Malo, de Navarra, Pedro I hizo una campaña fulgurante que le permitió tomar Calatayud, aunque fracasó ante Valencia, cuando ésta recibió el auxilio de Enrique de Trastámara. El fallecimiento de Fernando de Aragón dejaba a Enrique como único opositor de Pedro I. Mientras, la guerra se eternizaba. Los mercenarios reclutados por Enrique de Trastámara, conocidos como las Compañías Blancas, le permitieron formalizar un sólido pato con Pedro IV, y el de Trastámara pudo hacerse proclamar Rey de Castilla en Calahorra, colmando de promesas a los nobles castellanos que le seguían. Entonces, Enrique avanzó rápidamente sobre Castilla consiguiendo apoderarse de Toledo. Pedro I, abandonado de todos, se refugió en Portugal. Enrique comenzó a hacer donaciones a los nobles, las “mercedes enriqueñas”, lo que supuso el aumento de los impuestos y la falta de liquidez para pagar a los mercenarios, por lo que se vio obligado a licenciar a gran parte de ellos. Pedro I, que había llevado consigo el tesoro real, negociaba con Eduardo de Gales, el Príncipe Negro, el apoyo de un Ejército inglés. Por el acuerdo de Libourne[3], en 1366, Pedro I se comprometía entregar al Príncipe Negro una gran suma de dinero y el Señorío de Vizcaya, y a Carlos II, el Malo de Navarra, por permitir que tropas inglesas pasaran por su territorio, Álava y Guipúzcoa. En 1367, las tropas del Príncipe Negro y las Compañías Blancas de Bertrand Du Guesclin[4] se enfrentaron en Nájera, donde, tras un duro enfrentamiento, Enrique de Trastámara fue vencido.
Parecía que Pedro I consolidó su posición. Sin embargo, incumplió las promesas hechas a Eduardo de Gales, y éste abandono Castilla con sus mercenarios, dejando a Pedro I indefenso. El de Trastámara, aprovechando la oportunidad que se le presentaba, regresó a Castilla. Pronto se le unieron numerosos nobles pudiendo reclutar un Ejército en el que había pocos mercenarios, pero Francia dudaba apoyar a Enrique, aunque la flota castellana le era imprescindible al Monarca francés, Carlos V, para sus planes de bloquear el Canal de la Mancha. El 20 de noviembre de 1368 se firmaba el tratado de Toledo, por el que Francia se comprometía a ayudar a Enrique de Trastámara en su lucha contra Pedro I.
Todo estaba ahora a favor del bastardo Enrique. En 1369, Pedro I acudió en socorro de Toledo, acampando en Montiel (Ciudad Real) el 14 de marzo. Cerca de allí se encontraba Enrique y los mercenarios de Du Guesclin. Pedro I, cuyas fuerzas eran inferiores en número, fue vencido y tuvo que refugiarse en el castillo de Montiel. Al cabo de diez días, no pudiendo resistir el asedio, Pedro I intentó pactar con Du Guesclin para que le dejara escapar, a lo que se negó el francés. Du Guesclin atrajo a su tienda a Pedro I para mantener una entrevista., pero, cuando éste llegó se encontró con su hermanastro Enrique y ambos se enzarzaron en una lucha. Enrique consiguió asestarle varias puñaladas, con toda probabilidad ayudado por Du Guesclin o por algún otro partidario del de Trastámara. Pedro I falleció a consecuencias de las heridas[5]. Era el 23 de marzo de 1369.
Pedro I, llamado por unos el Cruel y por otros el Justiciero, dotado de una fiera condición y de un coraje congénito e incurable, no fue ni mejor ni peor que otros Monarcas contemporáneos suyos. Alfonso IV y Pedro I de Portugal incurrieron en las mismas crueldades; Pedro IV de Aragón, frío y refinado, no fue menos cruel; Carlos II el Malo de Navarra, taimado, cruel y vengativo, derramó mucha sangre en Francia; Juan II de Francia, llamado el Bueno, se complacía en las mismas crueldades. Cabe pensar que todos sufrían el mal de la época, que les inducía a ordenar o cometer estos crímenes en nombre de la justicia o de la venganza.
Con la muerte de Pedro I, terminaba la crisis castellana, triunfaba la nobleza feudal agraria, y empezaba a producirse en Europa una consolidación industrial en el último tercio del siglo XIV y se entronizaba Enrique II, el de las Mercedes, la nueva dinastía de los Trastámara.
Autor: José Alberto Cepas Palanca para revistadehistoria.es