Palacio de Sotofermoso. La octava de las siete maravillas del mundo

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“Si Garcilaso volviera / yo sería su escudero / que buen caballero era”, escribió Alberti de su colega del siglo XVI. Garcilaso era soldado y poeta, en el orden que se quiera. Participó en algunas campañas militares con el tercer duque de Alba, Fernando Álvarez de Toledo, el terror de Flandes -el coco de los niños de los Países Bajos aún hoy, según dicen- por la ferocidad de su belicismo. De vuelta a España, con grandes conquistas para la corona, hizo construir unos inmensos jardines renacentistas en el palacio de Sotofermoso, muy del gusto de la época, donde dejaron su maestría ilustres artistas italianos, como el escultor Franceso Camilliani. Aquello se convirtió en un gran centro cultural por donde se paseaba el buen caballero Garcilaso en busca de las musas y otros hombres de letras.

El dicho palacio estaba a orillas del río Ambroz, al norte de Cáceres, y su abundancia dejaba entonces una vegetación exuberante y unas tierras productivas, algo que ya habían descubierto siglos antes los cistercienses, cuando levantaron allí mismo su abadía, la que todavía hoy da nombre al pueblo cacereño del que aquí se habla: Abadía. Desde bien arriba del río, una acequia que recorre cerca de 10 kilómetros hasta llegar al palacio, desviaba las aguas que movían el molino de aceite y regaban las moreras que alimentaban a los gusanos de seda y, desde luego, los suntuosos jardines que mandó hacer el Gran Duque, a mayor gloria de su persona y pomposa exaltación de sus hazañas, que dejaron sobre el escudo de los Alba el toisón de oro real, merced de Carlos I. Ese escudo todavía salpica los soberbios muros de mampostería que han retado al tiempo y al abandono del lugar en los últimos siglos.

Unas décadas después de Garcilaso, fue Lope de Vega y el sexto duque de Alba, los dos con problemas legales derivados de amoríos, los que encontraron sosiego en esos jardines, salpicados de estatuas, fuentes, arquitecturas de arrayanes y testimonios en piedra de la gloria de los grandes de España. Cientos de versos dedicó Lope a aquel vergel renacentista del que se conservan unos pocos vestigios que dejan ver la grandeza escultórica que atesoró. Sobre el suelo de pasto agostado reposa un inmenso plato de fuente, de superior diámetro a una rueda de molino y no era más que el último de los siete platos, el que coronaba la fuente, el más pequeño.

Los jardines están abancalados en tres niveles. En el más bajo, un enorme campo de fútbol, se mantienen en pie varias capillas -unas puertas que miran al río- en un estado desastroso, pero donde se adivina un pasado de lujo y esplendor. La capilla de las uvas muestra aún trazas del rico policromado, pero entre sus tallas se abre paso la hiedra quebrando la arquitectura. De las otras queda aún menos. Sebastián Caballero dice que él se recuerda de pequeño haciendo lumbre con los amigos del colegio al resguardo de esas capillas. Caballero es de Abadía, pero ahora trabaja como archivero en Hervás y ha escrito un libro titulado La abadía: un centro del conocimiento y de la cultura único en Extremadura, publicado por la editora regional. Caballero es quien hace de guía en esta visita que ya es más un viaje por el pasado.

La octava de las siete maravillas

Unas décadas después de Garcilaso, fue Lope de Vega y el sexto duque de Alba, los dos con problemas legales derivados de amoríos, los que encontraron sosiego en esos jardines, salpicados de estatuas, fuentes, arquitecturas de arrayanes y testimonios en piedra de la gloria de los grandes de España. Cientos de versos dedicó Lope a aquel vergel renacentista del que se conservan unos pocos vestigios que dejan ver la grandeza escultórica que atesoró. Sobre el suelo de pasto agostado reposa un inmenso plato de fuente, de superior diámetro a una rueda de molino y no era más que el último de los siete platos, el que coronaba la fuente, el más pequeño.

Los jardines están abancalados en tres niveles. En el más bajo, un enorme campo de fútbol, se mantienen en pie varias capillas -unas puertas que miran al río- en un estado desastroso, pero donde se adivina un pasado de lujo y esplendor. La capilla de las uvas muestra aún trazas del rico policromado, pero entre sus tallas se abre paso la hiedra quebrando la arquitectura. De las otras queda aún menos. Sebastián Caballero dice que él se recuerda de pequeño haciendo lumbre con los amigos del colegio al resguardo de esas capillas. Caballero es de Abadía, pero ahora trabaja como archivero en Hervás y ha escrito un libro titulado La abadía: un centro del conocimiento y de la cultura único en Extremadura, publicado por la editora regional. Caballero es quien hace de guía en esta visita que ya es más un viaje por el pasado.

Rodeado de un fenomenal olivar, el palacio es hoy propiedad de varios hermanos que no se ponen de acuerdo, pero que están obligados a abrirlo a los visitantes una vez a la semana porque es patrimonio histórico artístico desde 1931. Lo hacen apenas por unas horas escondidas los lunes por la mañana. Al franquear la puerta se abre un patio de arcos mudéjares que guarda algunos tesorillos tallados en los capiteles: un guerrero templario, un gato… Saliendo a los jardines hay un gran arco que hizo construir don Fadrique para recibir a Fernando el Católico, que allí estuvo varias veces, incluso unos días antes de morir algunas leguas más al sur, en Madrigalejo (Cáceres). Y poco más se ve del palacio, dividido en partes para vivienda de los Flórez, la familia que lo adquirió en 1898. ¿Dónde están todas las esculturas que en su día adornaban los jardines? Caballero, gran conocedor del lugar, asegura haberlas visto recogidas, apiñadas, en una estancia del palacio, pero uno de los hermanos, José María, sentencia: “Aquí no hay más que lo que se ve”. Sin embargo, el museo del Louvre se interesó por el palacio de Sotofermoso en 1919. ¿Por las estatuas? “Por todo”, dice José María Flórez. Algo tendría. Los que lo han estudiado con detalle, aseguran que superaba con mucho a los grandes jardines italianos de la época y que hay testimonios que confirman la fundación de una academia literaria como las que se estilaban entonces, bajo el mecenazgo, la protección y el boato de un aristócrata adinerado. El profesor Navascués Palacio, de la Universidad Autónoma de Madrid, ha afirmado en alguna ocasión que la restauración de este espacio se la disputaría hoy media Europa. Pero, ay, está en España, en Extremadura, y el tiempo y la naturaleza se están enseñoreando del lugar.

La octava de las siete maravillas

Allí se cazaba, se leía, se escribía, se oía buena música. No por nada dijo Lope que era la octava de las siete maravillas. Y dejó estos versos: “Yace donde comienza Extremadura / al pie del monte que divide a España, / un hermoso jardín, que en hermosura / lo pensiles hibleos acompaña…”. Allí, prosigue Lope más adelante, “cifró Naturaleza un paraíso / donde la primavera el ornamento / fundar de sus palacios verdes quiso”. O sea, donde la primavera quiso fundar el ornamento de sus palacios verdes. Este Lope…

JARDINES RENACENTISTAS Y ESCUELAS LITERARIAS

¿Dónde? El palacio, que antes fue fortaleza templaria, se fundó en un lugar de paso muy utilizado por ganaderos y mercaderes, que habían de pagar una tasa cada vez que cruzaban el puerto real. Los monarcas solían privatizar este servicio y los de Alba sacaron buen provecho de él durante siglos. Aquel tributo se llamaba el portazgo, pero también había el barcazgo, porque las barcazas cruzaban a personas y mercancías al otro lado del río.

¿Qué? Los jardines renacentistas eran lugar de encuentros humanistas, los mismos que se celebraban en la Italia renacentista, donde los amigos del joven duque se reunían para disfrutar a partes iguales de las espadas y las letras. Estas academias literarias eran herederas de aquellas de la antigua Grecia, jardines que daban cobijo a la filosofía de Platón o Aristóteles.