Moriremos todos, menos los Rolling Stones

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Si alguna vez ha pensado que le tocará morir algún día, piense antes, o mejor justo después, en los Rolling Stones. No porque no vayan a morir, como ya se prevé en cualquier casa de apuestas tras romper todas las estadísticas y quinielas, sino porque a lo mejor encuentra en ellos una razón para que esta tragicomedia llamada vida muestre el descaro como última bala, como un quiebro final con el que irse con una sonrisa a la tumba. Son ancianos, millonarios, desfasados. arrogantes y les importa un bledo que les vean como payasos, del circo que, como nadie en este estropeado planeta, ayudaron a levantar: el circo del rock and roll, al que algunos, por suerte en este mundo repleto de descreídos e interesados, encuentran aún algún significado profundo.

Pero, entonces, en la noche barcelonesa, universal pese al tira y afloja de unos y otros, sonó, como una tormenta anunciando el fin del mundo, Paint It Black y todo se puso en su sitio. Los Stones lo pusieron en su sitio. Vaya alguien a decirle a cualquier chaval que está aporreando sus instrumentos ahora mismo en el garaje de sus padres que estos abuelos están acabados. El chaval, dispuesto a llegar a lo más alto con sus canciones, acabará por preguntar qué maldita pócima tienen estos vejestorios para salirse con la suya. Con Paint It Black, a mitad del concierto, se revuelven imparables las filigranas viciosas de las guitarras de Keith Richards y Ronnie Wood, Mick Jagger se contonea alocado como una serpiente enferma buscando presa y todo suena como un sueño lisérgico en el que merece la pena adentrarse. Y eso que costó.

Al saltar ante los cerca de 50.000 espectadores del Estadi Olímpic, los Stones arrancaron fríos, como momias, en Sympathy for the Devil, que perdió toda su carga maldita y seducción morbosa. Todo apuntaba a desastre en este asunto planetario llamado Rolling Stones. Pero el grupo, dueño de su propia magia, fue remontando con It’s Only Rock ‘n’ Roll (But I Like It) y, aún más, con Tumbling Dice, que sonó pletórica, con los vientos y las coristas poniendo la quinta y Jagger bailando por primera vez en la platea central, con sus espasmos contagiosos. El estadio ya estaba dentro, como cuando tu equipo golea en la primera parte.

A partir de Just Your Fool,se esforzaron por hacer del gigantesco escenario  un garito de blues. Con Jagger a la armónica, tocaron Ride ‘Em on Down, también del último disco. Pero el cancionero nuevo, que no dejan de ser versiones de los bluesmen Buddy Johnson y Jimmy Reed respectivamente, no tiene consistencia ante clásicos imbatibles como Rocks Off yYou Can’t Always Get What You Want,que mostraron en el escenario el brillo original que definió el rock and rollstoniano para la posteridad. También lo hizo Happy en su día, aunque anoche sonó descafeinada con Richards, cada día más alejado de sus mejores días, al micrófono. Y, entonces, como con Paint It Black, dispararon la traca: Honky Tonk Woman, Gimme ShelterJumpin’ Jack FlashBrown Sugar –con Jagger corriendo por la pasarela- y Satisfaction, que cerró la actuación de dos horas con fuegos artificiales y el público cantando a pulmón abierto. Todas eran fieras, adictivas, imparables, llenas de vida imposible y actitud desvergonzada.

Si alguna vez ha pensado que le tocará morir algún día, piense en los Rolling Stones. Moriremos todos, menos ellos, que seguirán allí, como una leyenda del siguiente siglo.