Por Vanesa Montacuto Chaminaud*
Este sábado 23 de Mayo de 2015 Monseñor Oscar Arnulfo Romero será oficialmente beatificado.
Antes de continuar con mi análisis quisiera dejar bien por sentada mi posición al respecto sin eufemismos que valgan.
Primer punto: No creo que Monseñor Romero sea santo, ni beato, ni tan siquiera venerable.S
Segundo punto: el malogrado Arzobispo de San Salvador no fue mandado asesinar por el Mayor Roberto d`Aubuisson Arrieta.
Aclarado esto, creo poder seguir abundando en mis conclusiones sobre esta beatificación que para mi no es conveniente.
A mi criterio, monseñor Romero no reúne los requisitos para ser beato y mucho menos con posterioridad, santo.
Como buena católica soy aficionada a la hagiografía y no encuentro en la vida de este hombre nada que lo acerque ni remotamente a figuras insignes del catolicismo como pudieron haber sido San Luis Gonzaga, o ese adalid de bondad e inocencia que pasó por la vida como una saeta, el dulce Domingo Savio o, por ejemplo, un modelo de amor a su Señor, que murió transportada de alegría porque abandonaba este imperfecto mundo, del tipo de Santa Teresita de Lisieux.
Monseñor Romero no fue tampoco, como creen algunos, un guerrillero de sotana enrolado con pleno conocimiento de causa en la Teología de la Liberación.
Bien sabido es que no abría los libros propios de esta doctrina que le acercaban sus “amigos” partidarios de la concepción religiosa acuñada en Medellín, Ellacuría, Baró y otros de su catadura.
En realidad era un hombre, solo un hombre, muy confundido y algo mareado por la popularidad que estos dudosos amigos le prometían si se acercaba a sus filas. El debía ser el “santo de los pobres”, el redentor de los marginados de América y tanto se lo dijeron que se creyó su papel.
No vamos a decir que Romero no quería a los pobres. Era sincero en el sentimiento de piedad, cariño e indignación contra las injusticias que éstos le suscitaban, pero los amó de forma desordenada, aconsejándoles acercarse a posiciones ideológicas revolucionarias y cuando cayó en la cuenta de que los guerrilleros no buscaban el bien de los pobres, cuando vino a comprender que la violencia solo engendra más violencia fue sospechosamente asesinado.
No abundaré en conceptos que ya otros han estudiado. Monseñor muere cuando a la izquierda le viene de perillas el hecho para declarar la guerra; Monseñor muere al momento de necesitarse un mártir a los efectos de ahondar el conflicto social; Monseñor muere cuando la emergente figura del Mayor d`Aubuisson comienza a representar una esperanza para los salvadoreños que rechazaban el comunismo, el socialismo y la socialdemocracia como modo de vida; Monseñor muere mientras Nicaragua afianza su revolución de cuño marxista, apoyada por la iglesia afín a los no alineados, que en realidad estaba muy alineada…más precisamente con La Habana y las políticas que de allí emanaban.
Es lamentable este hecho que enlutó no ya a El Salvador, sino al mundo entero, porque matar a un sacerdote al momento de consagrar es de lo más cínico e imperdonable que pueda planearse en nombre del ideal que sea.
Sin embargo, se trató de un crimen político, de ningún modo religioso.
Oscar Arnulfo Romero fue suprimido por cuestiones muy humanas, porque lo usaron como peón en un improvisado tablero de ajedrez incluso geopolítico, no por su fe. Y lo más triste es que él mismo llegó a notarlo en los últimos días de su vida.
Se cansó de denunciar amenazas que recibía telefónicamente de parte de las Fuerzas Populares de Liberación (FPL), pidió ayuda al embajador White – que sabiendo que iban a matarlo, pero siendo simpatizante de la izquierda no lo ayudó de ningún modo práctico – se acercó a grupos más conservadores dentro de la iglesia rogándole que lo auxiliaran, que quería salir de aquel infierno en el que se había metido pero ya era tarde. Su sentencia de muerte había sido decretada. No hubo más que hacer.
Recalquemos que Monseñor no fue ajeno a la desgracia que lo alcanzó aquel ya lejano mes de marzo de 1980.
El mismo Coronel Majano, uno de los responsables de los acontecimientos del 15 de octubre de 1979, precisó que Romero era uno de los únicos fuera del estrecho núcleo de los golpistas en saber fecha y hora de lo que iba a suceder.
El alto pelado propició también ese estado de cosas desde sus sermones, aunque en ellos asimismo fustigó a la guerrilla.
No vamos a ponernos en el detalle de si lo hizo por ingenuidad, porque realmente creía en que la radicalización ideológica en el sentido de la izquierda traería mas prosperidad a “los pobres” o por cualquier otra razón. Pero jugó con fuego y se quemó.
Un hombre sin embargo le advirtió desde la televisión de que había un plan en marcha para matarlo; un hombre le dijo que si no se resolvía a darle la espalda a esos revoltosos que no tenían ni tienen, Dios ni patria, su vida corría peligro: el Mayor Roberto d`Aubuisson Arrieta.
Paradójicamente a ese hombre es a quien hoy, la izquierda pretende colgarle el muerto.
El fue el chivo expiatorio a quien se buscó destruir con ese invento probablemente sugerido desde el exterior, simplemente porque en su persona estaba cobrando forma una nueva esperanza para la derecha en El Salvador, esperanza susceptible de extenderse a toda Centroamérica y hasta al resto del continente.
Y la “culpabilidad” de d`Aubuisson, supuestamente establecida por una de esas “Comisiones de la Verdad”, montadas por la izquierda disfrazada de defensora de los “derechos humanos” – y digo “supuestamente“ porque quien se informe bien verá que no es así- les venía como anillo al dedo, pues una vez designado un “culpable” falso, los verdaderos podían dormir tranquilos.
Mientras d`Aubuisson siga siendo oficialmente responsable de esa muerte, la “causa Romero” no se reabrirá y los que lo asesinaron no tendrán que responder por lo que han hecho.
Entretanto la familia de Monseñor se regocija porque tendrá un “santo” en su seno, la de d`Aubuisson debe soportar que miles de artículos mentirosos, varias películas infames, caricaturistas de poca monta y politólogos al servicio del poder internacional rojo que existía en ese entonces y sigue existiendo aún ahora, ensucian la memoria de un hombre que por El Salvador todo lo dio y que ellos saben el gran ser humano que era.
El mismo pueblo que le dio cuatro presidencias a Arena y que dijo “presente por la patria” en las pasadas elecciones de alcaldes y legislativas, se siente tremendamente dolido frente a esas espantosas acusaciones, calumnias y agravios interesados a quien consideran su líder.
Yo no sé, qué sintió Monseñor cuando la bala le atravesó el corazón. No sé si tuvo tiempo de encomendarse a quien dijo querer servir cuando ingresó al seminario.
Pero sí creo saber que supo por qué caía, quienes eran los autores de ese crimen.
No hay una sola página de su diario, el cual puede leerse, o al menos podía leerse online últimamente, una sola línea donde mencione a d`Aubuisson como una amenaza para su existencia física. No lo nombra jamás.
En cambio tenemos unas cuantas muestras del miedo que le generaban las amenazas recibidas de grupos revolucionarios, notablemente de las FPL.
Se quejó abiertamente a los medios de ellas, como ya hemos dicho. Ahora parece que muchas personas lo han olvidado.
Este sábado 23 de mayo, con el respaldo de un papa que amparó guerrilleros en su propio país, la Argentina, ayudando a muchos de ellos a escapar con pasaportes falsos, Monseñor Oscar Arnulfo Romero será beatificado.
Sin evidenciar el menor indicio de querer esclarecer ese crimen, el Vaticano de la actualidad sigue usándolo como lo usaron los rojos los tres últimos años de su vida y después de muerto.
Triste destino el de un hombre cuya memoria no es respetada y se lo venera por aquello que no fue.
Hoy, como aquel día de 1980 cuando sonó el disparo asesino en la Capilla del Hospital de la Divina Providencia, y tantos lo pensaron, es mi corazón el que grita en silencio: “¡Ay, Salvador, cuanto me dueles!”.
*Vanesa Montacuto Chaminaud es una historiadora y articulista argentina que reside en Buenos Aires.