Es un libro pequeño. De un palmo de largo por medio palmo de ancho. De 180 hojas. Fue escrito, con una letra diminuta, probablemente trazada con una aguja sobre cáscaras de aguacate, secas y recortadas, por un joven judío, José Lumbroso, en una húmeda y oscura celda de la Inquisición de la Nueva España, allá por los remotos años finales del siglo XVI. No es por cierto el primer testimonio de los judíos en el Continente Americano; existe otro más antiguo, el de un soldado de Hernán Cortés, pero sí es el segundo más antiguo, y el más extenso y conmovedor.
Encontrado en las ropas de José luego de que fue quemado en la hoguera en el Zócalo de la capital de la Nueva España, estuvo guardado en el Archivo Nacional tres siglos y medio, fue robado por un académico extranjero, no es seguro por quién ni cómo, reapareció misteriosamente hace un año en la Galería Swann de Manhattan, fue comprado por medio millón de dólares por Leonard Milberg, coleccionista de memorabilia judía, y donado por él a México gracias a la intermediación de nuestro cónsul en Nueva York, Diego Gómez Pickering, para que regrese a estas latitudes, en cuyos paisajes transcurre la narración de la vida de su autor.
Su viaje a la Nueva España, en la nao que capitaneaba su tío, don Luis de Carvajal el Viejo, conquistador de las tierras chichimecas, que bautizó como el Nuevo Reino de León (hoy Nuevo León), y que volvió a Europa por su parentela para poblar con ella el territorio que regenteaba en nombre del rey de España.
Don Luis de Carvajal el Viejo no tenía hijos propios y nombró como su heredero a su sobrino Luis, a condición que adoptara su apellido. Luis de Carvajal el Mozo habría de inventarse a sí mismo aun otro nombre, ya en tierras americanas: luego que en su rancho norteño su padre biológico lo enteró en secreto de que su sangre era semita, Luis el Mozo eligió para sí un nombre para su nueva identidad de judío clandestino: José Lumbroso. José en honor al José de la Biblia, que vivió entre egipcios. Lumbroso o El Iluminado por la luz divina.
José Lumbroso estudió el Antiguo Testamento. Aprendió los viejos rituales y los rezos hebreos, en misales escritos en clave. Se sintió elegido para reconvertir a su familia y otros católicos de origen judío. Se circuncidó a sí mismo con una tijera, bajo la mirada del cielo y los montes. Creyó que en tierras tan nuevas y tan despejadas de autoridades, podría profesar la fe donde su corazón latiera mejor. Y dialogó sobre la libertad de pensamiento con su hermano primogénito, un cura agustino al que la familia había destinado a vestir hábitos católicos, para asegurar que, aun en el peor desastre, alguna gota de su sangre sobreviviría.
La precaución habría de probarse no vana: cuando la Inquisición vino a establecerse a la Nueva España, decidida a imponer la unidad de la fe, el cura fue el único Carvajal que habría de sobrevivir algunos lustros más: José Lumbroso fue capturado, torturado y sentenciado, así como el resto de los Carvajales, incluido don Luis de Carvajal el Viejo, a pesar de que era un católico sincero y el único que ignoraba la vida clandestina del clan.
El libro de José Lumbroso es un maravilloso testimonio de aquella Nueva España que los libros de historia que estudiamos en la primaria y la secundaria sencillamente ignoran. Un reino donde la religión oficial católica coexistió con otros cultos practicados tras las puertas cerradas: las religiones indígenas, la musulmana y la judía, las dos últimas profesadas por buena parte de los inmigrantes europeos. Una rica diversidad cultural que la Maldita Inquisición extirpó, con un sadismo minucioso, a la par que arruinaba al Imperio Español, volviéndolo una casa de intrigas y persecuciones, de espantos y tormentos, en tanto la Inglaterra de la reina Isabel protegía la libertad de cultos y ensanchaba sus dominios.
El libro del luminoso y desdichado profeta de los judíos novohispanos vuelve pues a su tierra de origen: será exhibido en el Museo de la Memoria y la Tolerancia, en el centro de la capital, a partir del martes 4 de abril, y por un mes. Confieso que me late más rápido la sangre cuando me imagino leyéndolo, así sea a través de los cristales de la vitrina que lo encierre: hace 30 años leí la transcripción que se guardaba en el Archivo General de la Nación, y alentada por Elías Fasjac, por entonces incipiente productor de teatro, escribí una obra, planeada para ser representada y cantada, al estilo del canto hondo, idéntico al canto que mi abuelo Wolf Goldberg cantaba en su sinagoga cada viernes, ahí en la avenida Ámsterdam de esta capital.
Mi obra Los Carvajales corrió con la suerte de cinco distintos montajes. Uno viene a cuento ahora: en 1994 se montó en Monterrey, bajo el cielo estrellado de una plaza colonial, con 20 actores, diez caballos y sobre un enorme tablado en forma de cruz flanqueado de antorchas de fuego. “¿Cómo montan una obra de teatro sobre madera y con fuego?”, fue lo que le pregunté al director, en cuanto vi la peligrosa combinación de elementos en el escenario.
Al inicio de la representación, al escucharse el canto hondo con palabras hebreas, los dos mil regiomontanos del público se persignaron, y yo me asusté más. La tentación de repetir los incendios de la Inquisición se respiraba en el aire: entre los espectadores, muchos se sabían, con una mezcla de orgullo y de espanto, consanguíneos de aquellos judíos coloniales que la Inquisición hizo arder en piras de lumbre…