Cuando Terry Gobanga -entonces Terry Apudo- no llegó a su casamiento, nadie se imaginó que la habían secuestrado, violado y abandonado en una cuneta.
Esa fue la primera de las dos tragedias en las que esta joven pastora anglicana de la capital de Kenia, Nairobi, se vería envuelta tras una rápida sucesión de acontecimientos.
Y ahora lo puede contar. Es una sobreviviente.
“Iba a ser un gran día.
Como era pastora, iban a llegar los miembros de nuestra iglesia, así como todos nuestros familiares.
Mi prometido y yo estábamos muy emocionados porque nos casábamos en la catedral de Todos los Santos de Nairobi.
Además, había alquilado un bonito vestido.
Pero la noche anterior me di cuenta que tenía alguna ropa de Harry (Olwande), incluida su corbata.
Él no podía llegar a su boda sin corbata, así que una amiga que se quedó a pasar la noche conmigo me prometió que lo primero que haría en la mañana sería llevársela.
Así que nos despertamos al alba y la acompañé a la estación de autobuses.
Luego, de regreso a casa, pasaba frente a un tipo sentado sobre el capó de un coche cuando de repente me agarró por la espalda y me metió en el asiento trasero.
Había otros dos hombres adentro y se pusieron en marcha.
Todo pasó en una fracción de segundo.
Me metieron un pedazo de tela en la boca, pero forcejeé y traté de gritar.
Cuando logré apartarlos, les chillé: ‘¡Es el día de mi boda!’.
Fue entonces cuando recibí el primer golpe y uno de ellos me dijo que o colaboraba o iba a morir.
Los hombres se turnaron para violarme.
Estaba segura de que moriría, pero seguía luchando.
Así, cuando uno de ellos me quitó la mordaza le mordí los genitales.
Gritó de dolor y, ante ello, otro me clavó un cuchillo en el costado. Fue entonces cuando abrieron la puerta y me expulsaron del coche en marcha.
Estaba a kilómetros de mi casa, en las afueras de Nairobi. Habían pasado más de seis horas desde que me habían secuestrado.
Un niño me vio y llamó a su abuela. La gente llegó corriendo.
Cuando llegó la policía trataron de tomarme el pulso, pero no lo consiguieron.
Así que, creyendo que estaba muerta, me envolvieron en una sábana y se dirigieron a la morgue.
Pero ya de camino, me empecé a ahogar y tosí.
“¿Está viva?”, preguntó uno de los policías, quien dio media vuelta y condujo hacia el hospital más grande de Kenia.
Llegué en shock, murmurando sin coherencia.
Estaba medio desnuda y cubierta de sangre, con la cara hinchada por los golpes.
Pero algo debió llamar la atención de la matrona, ya que adivinó que estaba por casarme.
“Llamemos a las iglesias, a ver si falta la novia en alguna de ellas“, le dijo a las enfermeras.
Por casualidad, la primera en la que consultaron fue la catedral de Todos los Santos.
“¿Les falta una novia?”, preguntó la enfermera.
“Sí. Había una boda programada para las 10 de la mañana y no apareció”, contestó el pastor.
Al ver que yo no llegaba a la iglesia, mis padres entraron en pánico. Y mandaron a la gente a buscarme.
Los rumores no tardaron en surgir.
“¿Cambió de opinión?”, preguntó alguien. “No, ella no es así. ¿Qué le habrá pasado?”, dijeron otros.
Pero a las horas tuvieron que retirar el decorado, para que pudiera celebrarse otra ceremonia.
A Harry lo mantuvieron en la sacristía.
Cuando supieron dónde estaba, mis padres llegaron al hospital con todo el séquito.
Harry, de hecho, traía consigo mi vestido de novia.
Y como la noticia había corrido, también había periodistas.
Así que me trasladaron a otro hospital para que tuviera más privacidad.
Fue allí donde, después de coserme, los médicos me dieron la terrible noticia: “La herida de la puñalada en tu útero es tan profunda que no vas a poder quedarte embarazada”.
Me dieron la píldora del día después y fármacos antirretrovirales para protegerme del VIH y del sida.
Pero yo empecé a negar lo que me había ocurrido.
Harry seguía diciendo que quería casarse conmigo.
“La quiero cuidar, asegurarme de que se recupera en mis brazos, en nuestra casa”, exclamaba.
Para decir la verdad, yo no estaba en posición de decir sí o no ante el altar. No podía quitarme de la cabeza la imagen de aquellos hombres.
A los días, ya menos sedada, pude mirarle a los ojos. Y le pedí perdón.
Fue muy doloroso, pero mi familia y Harry me apoyaron.
La policía no pudo agarrar a los violadores.
Fui de rueda de reconocimiento en rueda de reconocimiento, pero no identifiqué entre todos aquellos hombres a quienes me habían atacado.
Y cada vez que tenía que repetir el procedimiento, el sufrimiento aumentaba.
Sentía que avanzaba 10 pasos en mi recuperación y retrocedía 20.
Así que al final fui a la comisaría y les dije: “¿Saben qué? Esto se acabó. Quiero dejarlo aquí”.
Pero a los tres meses de la violación me dijeron que la prueba del VIH dio positivo, pero que tenía que esperar tres meses más para confirmarlo.
A pesar de ello, Harry y yo empezamos a volver a planear la boda.
En eso estábamos cuando una mujer me llamó diciéndome que había leído mi historia y que quería conocerme.
Y yo, que tanto me había enfadado por la intrusión de la prensa, acepté. Se llamaba Vip Ogolla y también había sobrevivido a una violación.
Cuando nos reunimos, Ogolla me dijo que ella y sus amigas querían regalarme la boda y que tendría todo aquello que quisiera para ese día.
Aquello me extasió: escogí un tipo de pastel distinto, mucho más caro, y en vez de un vestido alquilado pude tener uno propio.
En julio de 2005, siete meses después de la primera fecha elegida, Harry y yo contrajimos matrimonio y nos fuimos de luna de miel.
A los 29 días de haber regresado, la noche era fría.
Harry encendió una estufa de carbón y la llevó a la habitación.
La retiró tras la cena, porque el cuarto estaba realmente caliente, y nos metimos tras las mantas.
Él me dijo que se sentía algo mareado, pero no le dimos importancia.
El frío volvió y no podía dormir, así que le sugerí que nos cubriéramos con otra colcha más.
Pero Harry me dijo que no la podía traer, que no tenía fuerzas.
Curiosamente, yo tampoco conseguía levantarme.
Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que algo andaba mal.
Pero perdió el conocimiento y yo también me desmayé.
Me recuperé, traté de llamarlo y al principio me respondió, pero luego ya no.
Así que me abalancé fuera de la cama y vomité, con lo que recuperé algo de fuerza.
Me arrastré hasta el teléfono y llamé a mi vecina.
“Algo anda mal. Harry no me está contestando”, le dije.
Llegó inmediatamente, pero llegar a la puerta principal para poder dejarla entrar me tomó mucho tiempo. Me desmayaba constantemente.
En un momento dado vi a una avalancha de gente entrar al apartamento, gritando. Pero volví a desfallecer.
Me desperté en el hospital.
Y lo primero que hice fue preguntar dónde estaba mi marido.
Me explicaron que lo estaban asistiendo en el cuarto contiguo.
“Soy pastora. Vi muchas cosas en mi vida y necesito que sean sinceros conmigo”, les pedí.
“Lo siento, pero tu esposo no sobrevivirá”, me contestó entonces el doctor.
No me lo podía creer.
Volver a la iglesia, pero en aquella ocasión para el funeral, fue terrible.
Apenas hacía un mes que había estado allí, vestida de blanco, con Harry enfrente, mirándome, tan guapo con aquel traje.
Y ahora yo iba de negro y él en un ataúd.
La gente pensó que estaba maldita y apartó a sus hijos de mí.
“Tiene el mal de ojo”, dijeron. Y en cierto punto hasta yo misma me lo creí.
Otros me acusaron de haber matado a mi marido. Aquello me hundió.
Pero la autopsia esclareció lo ocurrido: el dióxido de carbono (producto de la combustión del carbón de la estufa) inundó su sistema y se asfixió.
Entré en crisis. Me sentí abandonada por dios, por todo el mundo.
No podía creer que la gente pudiera reír, salir de fiesta, continuar con su vida.
Me quebré.
A los días, sentada en el balcón oyendo a los pájaros cantar, me dije: “¿Cómo es posible que Dios cuide de ellos pero no de mí?”.
Al instante recordé que el día tiene 24 horas y que si me quedaba sentada, absorta en mi depresión y con las cortinas cerradas, nadie me devolvería ese tiempo.
Y que así, para cuando me diera cuenta, pasaría una semana, un mes, un año… tiempo tirado por la borda. Esa era la cruda realidad.
A la gente le dije que nunca podría volver a casarme.
Dios se llevó a mi esposo y la simple posibilidad de, en algún momento, tener que pasar por una pérdida similar se me antojaba demasiado.
El dolor es tan intenso… No se lo deseo a nadie.
Pero había un hombre, Tonny Gobanga, que no dejaba de venir a visitarme. Me animaba a hablar del que fue mi marido y a recordar los buenos momentos.
Así me di cuenta que me había enamorado de él.
Tonny me propuso matrimonio, pero le dije que se comprara una revista, leyera mi historia y que decidiera si después de eso me seguía queriendo.
Y lo hizo: volvió y me dijo que quería casarse conmigo.
“Escucha”, le advertí. “Hay algo más: no puedo tener hijos, por lo que no puedo casarme contigo”.
Y él me contestó: “Los hijos son un regalo de Dios. Si conseguimos tenerlos, amén. Si no, tendré más tiempo para amarte”.
Ante eso, no pude más que responder que sí, que me casaría.
Así que Tonny fue a contárselo a sus padres.
Y ellos se alegraron… hasta que supieron de mi historia.
“No puedes casarte con ella. Está maldita”, le dijeron.
Mi suegro hasta se opuso a acudir a la ceremonia, aunque nosotros seguimos adelante con nuestros planes.
Llegaron 800 personas a vernos casarnos, la mayoría de ellas por curiosidad.
Habían pasado apenas tres años desde mi primera boda y estaba aterrada.
Cuando intercambiamos los votos, pensé: “Aquí estoy de nuevo, Padre. Por favor no lo dejes morir”.
Y cuando la congregación rezó por nosotros lloré sin control.
Al año de aquello, me sentí indispuesta y acudí al médico.
Para mi sorpresa, me dijo que estaba embarazada.
Con el estado de gestación más avanzado me prescribieron reposo total, por los daños en el útero consecuencia de aquella puñalada.
Pero todo fue bien y di a luz a una niña, a quien pusimos de nombre Tehille.
Y cuatro años después nació nuestra segunda hija, Towdah.
Hoy soy la mejor amiga de mi suegro.
Además, escribí un libro sobre mi experiencia, titulado Crawling out of Darkness(Saliendo de la oscuridad), con el que pretendo dar esperanzas a la gente, decirles que es posible renacer de las cenizas.
También fundé una organización, llamada Kara Olmurani.
Trabajamos junto con sobrevivientes de violaciones. Así las llamamos, no víctimas.
Les ofrecemos asesoría y apoyo.
Ahora estamos tratando de poner en marcha una casa de acogida a la que ellas puedan llegar a recuperarse antes de volver a enfrentarse al mundo.
Yo, por mi parte, perdoné a mis atacantes.
No fue fácil, pero me di cuenta que era injusto para mí seguir enfadada con una gente a la que probablemente no le importaba lo que me habían hecho.
Mi fe también me anima a perdonar, a no pagar al mal con odio, sino haciendo el bien.
Lo más importante es el duelo. Pasar por cada una de sus fases.
Enfadarte hasta que empieces a querer hacer algo para cambiar la situación.
Tienes que seguir avanzando, arrastrándote si es necesario.
Debes avanzar hacia tu destino, porque te está esperando y tienes que conquistarlo”.
(BBC mundo)