Desde su ascenso al poder, el presidente salvadoreño Nayib Bukele ha perfeccionado un estilo de liderazgo que va más allá de la gestión pública tradicional. Más que una simple administración, su proyecto político se asemeja a una elaborada coreografía de afectos, lealtades y sumisiones. Esta danza, meticulosamente orquestada, ha redefinido las relaciones de poder en el país, transformando a la sociedad, las instituciones y, en particular, al aparato de gobierno.
En el centro de este ballet político se encuentra la figura del líder, una fuente de autoridad indiscutible y de la cual emana todo el poder. El afecto no es un sentimiento espontáneo, sino un elemento estratégico. La popularidad masiva de Bukele no se basa únicamente en sus logros de seguridad, sino en una conexión emocional que proyecta a través de las redes sociales y los discursos. Esta conexión crea un vínculo de lealtad personal que supera cualquier ideología partidista. Los seguidores no votan por un partido, sino por una persona a la que perciben como un salvador, un líder que se preocupa por «la gente común» y que se enfrenta a las «élites corruptas» del pasado.

La lealtad, por su parte, es la moneda de cambio en esta coreografía. Quienes se adhieren al proyecto de Bukele son recompensados con poder, influencia y protección de ser perseguidos por cualquiera acto de corrupción. Los funcionarios que han pasado por la administración han aprendido que su éxito profesional no depende de su competencia técnica, sino de su fidelidad inquebrantable. Las instituciones, desde la Asamblea Legislativa hasta la Corte Suprema de Justicia, han sido reconfiguradas para alinear sus intereses con los del Ejecutivo. La separación de poderes, un pilar de la democracia liberal, ha sido reemplazada por una estructura monolítica donde todas las ramas del Estado se mueven al unísono, bajo la batuta presidencial.
El tercer y más crítico elemento de esta coreografía es la sumisión. Se exige una obediencia total y sin fisuras. Las voces disidentes, ya sean de la oposición política, la prensa independiente o la sociedad civil, son rápidamente marginadas y demonizadas. La crítica es vista como traición, no como un componente necesario del debate democrático. Aquellos que cuestionan la narrativa oficial son etiquetados como «enemigos» del pueblo, lo que legitima su exclusión del discurso público y político. En este contexto, la sumisión no es solo un acto de respeto, sino un requisito para la supervivencia política y social.
El riesgo de esta coreografía es que, aunque crea una ilusión de armonía y eficiencia, es inherentemente frágil. La centralización del poder y la eliminación de los contrapesos institucionales dejan al país vulnerable a los errores de un solo hombre. Sin un debate genuino, sin una prensa que fiscalice y sin instituciones que actúen de forma independiente, las decisiones se toman en un vacío de crítica, lo que puede conducir a políticas erróneas y a la consolidación de un sistema autoritario.
El modelo de Bukele no es simplemente un ejemplo de populismo, es la manifestación de una nueva forma de gobernar donde las reglas del juego democrático se sustituyen por la lealtad personal y la sumisión incondicional. La pregunta que queda para el futuro es si esta coreografía, tan bien ejecutada hasta ahora, podrá resistir los desafíos de la realidad sin la solidez de las instituciones que ha relegado a un papel secundario.