Por Hinde Pomeraniec
Imagino, querido lector, que no lo conocés y es razonable ya que el suyo no es uno de los nombres más famosos de la historia del arte. Sin embargo, fue un artista descomunal, fue maestro de Monet y su obra es precursora del impresionismo, acaso el movimiento artístico más popular. Eugène Boudin (1824–1898) fue el primer artista que eligió poner el foco en el aire, el que sacó el caballete del atelier y lo llevó a la playa para observar cómo es el afuera en lugar de recordar o imaginarlo. Fue, también, quien logró que la pintura comenzara a registrar los matices y los cambios en la luz y en las condiciones atmosféricas, convirtiendo esta observación en un tema en sí mismo. Lo de Boudin fue una conquista técnica y -sobre todo- una novedad entre los motivos de la pintura: el tiempo, el clima, como tema central de la obra de arte.
A primera vista su obra parece sencilla: playas, muelles, barcas, paseantes bajo sombrillas, cielos en movimiento. Pero esa sencillez es aparente; detrás de esa primera impresión hay un tremendo talento, esfuerzo y práctica. Nacido en Honfleur el 12 de julio de 1824, Boudin pasó su infancia entre barcos y estuarios. Hijo de un marino, se crió en el ambiente marítimo de la Normandía. Muy pronto comenzó a trabajar en la tienda de marcos y artículos para artistas que su padre tenía en Le Havre y fue allí donde conoció a pintores viajeros y tuvo su primer contacto con la venta y el intercambio de obras. Fue autodidacta, se convirtió en artista por vocación y determinación, “corriendo tras los barcos y persiguiendo las nubes con el pincel en la mano” como escribió alguna vez.
Ese taller de marcos era, al mismo tiempo, una especie de academia popular: artistas como el retratista Jean-Baptiste Isabey o Jean-François Millet (de la Escuela de Barbizon) pasaban por allí, y el joven Boudin comenzó a observar, a copiar y, de esa manera, a practicar el oficio. Años más tarde, en París pero también en su regreso a Normandía, desarrolló una rutina de salidas al aire libre que sería decisiva para su carrera y también un legado: pequeños estudios hechos sobre lienzo o sobre papel, que habitualmente eran terminados en el taller.

La cronología de su obra alterna períodos en la costa (Trouville, Deauville, Le Havre), estadías en Holanda y Bélgica, viajes al Mediterráneo y a Venecia, y frecuentes regresos a su territorio amado: la costa extensa en el norte de Francia. Durante más de cincuenta años produjo miles de apuntes, dibujos y cuadros —su obra es vasta y siempre se destaca en las piezas su obsesión por la inmediatez y la variación de la luz—. Son miles de óleos, pasteles y dibujos y una única obsesión: la captura del instante.
“No pretendo, créanme, tener un lugar destacado entre mis contemporáneos”, aseguró en una carta. “Soy una persona aislada, un soñador que se ha pasado demasiado tiempo contemplando el cielo desde un rincón. El futuro hará de mí lo que hace con todos. Me temo que será el olvido”.

Cuadritos, personitas, playitas
Llegué a Boudin hace poco, y cuando digo hace poco digo en 2019, un año antes de la pandemia. Fue durante una edición de una famosa feria de antigüedades y el amor fue inmediato, a primera vista y sin que aún haya tenido motivos para cansarme o decepcionarme. Hace un tiempo lo conté así en uno de los newsletters que escribía semanalmente en Infobae. Me sigue gustando el modo en que lo transmití, así que me plagio un ratito:
“No conocía la obra de Eugène Boudin (1824-1898), un artista amigo de Monet que para mí se había quedado fuera del casillero de los grandes nombres del impresionismo. Vi por primera vez sus obras de formato pequeño y alargado en Maastricht, Países Bajos, en una edición de TEFAF, la gran feria de arte y antigüedades. Era el día de arranque de la feria y las bandejas con ostras, limón y salsa picante revoloteaban por las salas. Varias de sus escenas de playa estaban colgadas en una galería inglesa a la espera de una buena oferta. Había poca gente en el stand, me acerqué y lo que veía eran las huellas de las pinceladas, los rastros de la voluntad del artista. Las palpitaciones me recordaron que existe algo que se llama Síndrome de Stendhal (también Síndrome de Florencia o estrés del viajero), un trastorno psicosomático, suerte de malestar emocional provocado por el exceso de belleza. (…)

Ahí estaba yo, entonces, entre algunas de las personas más elegantes y ricas del mundo y al borde del llanto por las imágenes de los veraneantes de Trouville, esos mínimos tesoros de color y vida pintados por Boudin en los que no se distinguen rasgos ni hay foco; apenas vestidos, sombreros, sombrillas, unas sillas, cielos alucinantes, aguas grises y azuladas y arenas húmedas.
Te juro que cerca de un Boudin sentís el viento sobre tu cara y el olor a mar inundándolo todo.”
Decir que Boudin pintaba “playas” es no hacerle justicia (“Aunque haga otras cosas, siempre seré el pintor de las playas”, ironizaba a propósito de que fueron esas pinturas las que le valieron ganarse un nicho en el mercado de su tiempo). En sus mejores obras, el elemento dominante no son la arena ni las figuras humanas, sino la atmósfera: el modo en que la luz atraviesa la bruma, o cómo el mar se corresponde con el cielo; las franjas de color que se forman en los horizontes y los efectos de las sombras proyectadas.
Sus obsesiones incluían capturar la plenitud de los cielos y sus matices, atrapar la luz allí donde estuviera (Trouville o Venecia) y los paisajes marinos.

En sus cuadros hay horizontes bajos, de modo que queda más espacio para plasmar el cielo; en las acuarelas y pasteles explora con lo que se llaman degradados y veladuras, técnicas diferentes para generar nuevas formas de representar la luz; en los óleos traduce los cambios en la atmósfera con pinceladas sueltas, raspaduras y empastes. Entre los colores: grises y azules en todos sus matices, igual que el tono arena y los verdes marinos. Las figuras humanas son mínimas y mínimos también sus rasgos de composición. Además de estos cuadros pequeños y alargados, hay también lienzos más grandes, como destinados a ser expuestos en salones.

Otros artistas y la relación con Monet
Boudin fue heredero de una tradición y también una especie de puente hacia la que siguió. Admiró y entabló diálogo con pintores mayores como Johan Barthold Jongkind y Corot (quien fue el primero en llamar “Rey de los cielos” a Boudin), entre otros y, desde su taller en Le Havre se convirtió en maestro discreto e informal de generaciones más jóvenes. El caso más célebre es el de Claude Monet: siendo joven, Monet vivía en Le Havre y Boudin lo introdujo a la práctica del aire libre (plein air, en francés) y también a la observación directa del efecto de la luz. Monet siempre reconoció que su decisión de pintar en exteriores se la debía a Boudin y, finalmente, esa lección de mirar el color “en libertad” resultó una de las bases fundacionales para el impresionismo. Los críticos aseguran que los estudios del cielo de Monet son muy cercanos a los de su mentor.
Boudin no formó parte del impresionismo por diversos motivos y mantuvo con los artistas del movimiento una relación ambivalente, igual que con el Salón de París y con la academia. Su aporte, en cambio, fue enorme: gracias a su legado, en pintura es posible capturar el clima, lo que equivale a retratar de alguna manera la fugacidad del tiempo.

Una colección clave
En los últimos veinte años, un empresario y coleccionista francés llamado Yann Guyonvarc’h y radicado en Suiza ha reunido, con discreción y paciencia, una de las colecciones privadas más extensas y coherentes dedicadas a Boudin. Su colección cuenta con más de doscientas obras representativas de todas las etapas del pintor.
Hace muy poquito concluyó en el Museo Marmottan Monet de París una exposición de 80 de las obras de Boudin que pertenecen a la colección de Guyonvarc’h. Se sabe que para darle forma a su colección, Guyonvarc’h trabajó con marchands, archivos y casas de subasta. Cuentan quienes saben que el coleccionista actuó también como un conservador cuidadoso: muchas obras fueron restauradas y documentadas antes de la exhibición en París.
Hay en su proyecto algo que podría llamarse arqueología afectiva: el deseo de reunir obras dispersas de una vida pictórica y ponerlas a dialogar. Es esta propuesta la que explica la razón del éxito de prensa y público que tuvo la exposición: no sólo se pudo ver a Boudin sino que la muestra lograba un recorrido casi exhaustivo de sus intereses y de su obra.

Hay pinturas de Boudin en el Museo Orsay, en un pequeño museo de Honfleur (su ciudad natal) y también en el Museo de Arte Moderno de Le Havre. Hay también obras de Boudin en museos de Estados Unidos (la National Gallery de Washington tiene una muy buena colección, aunque sin coherencia temática ni cronológica, según cuestionan los críticos) y gran parte de sus cuadros están en manos particulares. La colección de Guyonvarc’h es, definitivamente, la más importante del mundo.
Luego de leer algunas entrevistas –no dio muchas– me impresionó enterarme de que el coleccionista conoció la obra de Boudin en el mismo espacio en el que la conocí yo: la feria TEFAF, en Maastricht, pero algunos años antes. Lo enamoró locamente una pintura de una playa de Deauville. La gran diferencia con mi experiencia es que su poderosa fortuna le permitió llevarse su pasión a casa.
En el museo
El título con que el Marmottan presentó la muestra fue Eugène Boudin, el padre del impresionismo: una colección privada. Además de jugar con la figura de “padre” del movimiento que en general se le atribuye a Monet (y que es algo discutible porque no ofrece la complejidad de matices que tuvo la relación de Boudin con el impresionismo), proponía una determinada lectura. Lo que podía verse en los diversos salones de la mansión cercana al Bois de Boulogne, en el exquisito XVI arrondissement, eran ochenta obras de Boudin más algunos préstamos de otros museos, solicitados para generar, precisamente, un diálogo entre las piezas. Esto es lo que ocurría, por ejemplo, con una pintura de Boudin de Deauville y otra, de la misma playa, de Monet.

Según señalaron desde el mismo museo, la exposición buscó plantear tres acciones: reivindicar la figura de Boudin como gran precursor; mostrar la amplitud temática del artista (marinas, playas, figuras, estudios de cielo y viajes) y ofrecer una experiencia cronológica y sensorial que le permitía al público comprender la persistencia de la mirada de Boudin sobre la luz.
Algo importante para tener en cuenta. Si vas a París, la visita al Museo Marmottan Monet es de por sí maravillosa, más allá de la muestra de Boudin (que pude apreciar dos días antes del final de la exhibición). En su muestra permanente, el museo contiene la colección de pinturas y piezas de la Edad Media y del Renacimiento que pertenecieron a los dueños originales (Marmottan) y unas cien piezas de obras impresionistas de Claude Monet, Berthe Morisot, Edgar Degas, Gustave Caillebotte, Édouard Manet y Pierre-Auguste Renoir, que fueron donadas por Michel Monet, hijo de Claude. Allí pueden verse obras asombrosas de Monet -y de grandes dimensiones- como varios de sus Nenúfares y el principal tesoro es su paisaje Impresión, sol naciente, cuyo título fue el origen del término “Impresionismo”.

Eugène Boudin fue, a la vez, heredero de la escuela naturalista y precursor de una modernidad que haría de la luz el eje de la representación. Lo innovador de su obra nació de su talento, sí, pero también de la insistencia en un motivo y en la búsqueda de la técnica para traducirlo a lenguaje artístico. Boudin tuvo problemas de salud y financieros toda su vida, pasó muchas veces por privaciones y vivía para pintar.
“Estoy tan absorbido por la pintura que no tengo tiempo de respirar”, fue una de sus frases. Murió en 1892, en Deauville, uno de los escenarios de sus pinturas. Tenía 74 años y estaba muy debilitado por un cáncer de estómago y por la depresión a causa de la muerte de su esposa, Marie-Anne Guedes. Sus restos fueron enterrados en la misma tumba de su mujer, en el cementerio Saint-Vicent de Montmartre.

Sus pinturas son un antes y un después para quien las ve. Sin embargo, la maravilla absoluta de su trabajo no obedece solamente a la belleza de sus formas sino a algo literalmente trascendental. El gran legado de Boudin es haber dejado una forma de mirar el mundo que aún perdura.