(El Pais.es).-El día de su 80 cumpleaños, delante de unos 60 cardenales más o menos de su quinta, Jorge Mario Bergoglio, ha reivindicado la vejez y, de paso, un ingrediente que considera necesario para sobrellevarla: el sentido del humor. Durante una misa en la Capilla Paulina del Palacio Apostólico, el papa Francisco ha reconocido: “Desde hace algunos días me viene a la mente una palabra que parece fea y que también asusta, la vejez. Se me viene a la cabeza aquel poema [de Ovidio]: “con paso silencioso se te viene encima la vejez”. ¡Es un golpe!, pero hay que verla como una etapa más de la vida, con alegría, esperanza. La vejez es sed de sabiduría, esperemos que también para mí”.
Dijo el Papa: “Miren a los niños: ¿Yo puedo hacer negocios corruptos con estos niños? ¡No! Yo puedo acabar el día sudado, sucio, cansado, con ganas de decir una palabra un poco… y mandar a alguien a freír ejotes, sí, pero sin corrupción. El cáncer más fuerte de hospitales como estos es la corrupción: que no viene de un día para otro, se cae lentamente, hoy una propina aquí, mañana una mordida allá, pasado mañana un enchufe allá y lentamente, sin darse cuenta, se acaba en la corrupción. Los niños no son corruptos. Y en este mundo en el que se hacen muchos negocios con la salud, se engaña a mucha gente, con la industria de la enfermedad, el hospital Bambino Gesù debe saber decir no. Pecadores sí, lo somos todos, pero corruptos nunca”.
Al día siguiente, viernes, Bergoglio siguió otra de las huellas de su pontificado. La de convertir a la poderosa diplomacia vaticana en cascos azules del diálogo. El Papa aprovechó la, en principio, protocolaria visita del presidente colombiano, Juan Manuel Santos, en un intento de desbloquear la relación con el ex presidente Alvaro Uribe, quien sigue oponiéndose de manera frontal al segundo acuerdo de paz alcanzado por el Gobierno y las FARC. Bergoglio se reunió con los dos por separado, luego los sentó juntos frente a él, para que hablaran de sus puntos en común o de sus diferencias, pero que hablaran al fin y al cabo. Hay quien analiza los esfuerzos diplomáticos del Papa en función de triunfos o derrotas –le salió bien el acercamiento entre EE UU y Cuba, el laberinto venezolano parece no tener arreglo, la paz de Oriente Próximo sigue siendo una utopía…–, pero, en la perspectiva de Francisco, se trata de una vara de medir equivocada. Lo importante, más allá de los casos concretos, es inocular en los contendientes la necesidad del diálogo y, de paso, lanzar un mensaje a la rígida maquinaria vaticana: para ganar hay que arriesgar, dar pasos en falso, equivocarse, dudar… El miércoles, durante su visita al hospital infantil, una enfermera le preguntó: “¿Por qué sufren los niños?” El Papa, afligido, respondió: “No tengo respuesta… Tampoco Jesús dio una respuesta…”.
Es verdad que ese Papa que duda —o que prefiere visitar la isla de Lampedusa a pasearse por Milán, o que reúne a los alcaldes contestatarios para que pidan a sus Gobiernos que acojan a más refugiados— no gusta a los cardenales más retrógrados y sigue encontrando resistencias en el Vaticano, donde las sorpresas y las horas extraordinarias son cosas del diablo. Tampoco satisface a quienes querrían más rapidez a la hora de rescatar a las mujeres del lugar subalterno que todavía ocupan de la Iglesia o a quienes, del otro lado, se hacen cruces porque el Papa dedique una tarde a merendar con curas casados, sus esposas y sus hijos. Un Papa contradictorio e imprevisible que, en el día de su cumpleaños, recibió la llamada de felicitación de Barack Obama mientras desayunaba con ocho vagabundos en la residencia de Santa Marta.