Delacroix el poeta que pintaba

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No tenía dudas Claude Cézanne del valor universal que envolvía a Eugène Delacroix, al grado de declarar que todos los grandes artistas pintan en su lenguaje. Los fuertes colores de Matisse y de Kandinsky, el expresionismo de Van Gogh y de Gauguin, el vibratismo cromático de los impresionistas son características deudoras de la fuente primigenia, es decir, de Delacroix.

No es casualidad, por lo tanto, que la muestra en la National Gallery de Londres, del 17 de febrero al 11 de mayo, lleve el título de «Delacroix and the Rise of Modern Art». La atención se concentra en particular sobre la herencia pictórica dejada por el principal exponente del romanticismo francés, destacando que en aquella época, Delacroix, destinado a ser celebrado por la posteridad, no tuvo una vida fácil: cada cuadro nuevo suyo venía puntualmente sometido a un rígido escrutinio para valorar si la obra en cuestión era digna del aplauso que el artista iba suscitando tanto en la crítica como en el gran público. Y había quién desdeñaba un lenguaje juzgado «demasiado enfático», o quizá «desordenado», que corría el riesgo de desquiciar los plácidos y tan alabados cánones del arte clásico.

Entre las obras expuestas, Medea furiosa (1838), El sultán de Marruecos (1845), el retrato de Louis-Auguste Schwiter (1826-1830) y la segunda versión de la Muerte de Sardanápalo que el artista compuso en 1846: la primera fue realizada en 1827, es decir, dos años después de su viaje a Inglaterra, donde su arte conoció una nueva fase caracterizada por un toque de pincel menos agresivo y más elegante y sinuoso. Un cambio significativo inmediatamente recogido por Charles Baudelaire quien no dudó en elogiar al artista definiéndolo «un poeta que pinta»: Delacroix se conmovería.