El Papa Francisco tiene una vida larga -88 años- e intensa, mucho para contar y para reflexionar. De modo que, junto con el vaticanista y su amigo personal Fabio Marchese, escribió un libro en el que repasa su vida, desde su infancia hasta la actualidad, y comenta grandes momentos históricos.
El libro ha sido publicado por la editorial HarperCollins Publishers y se distribuye en Italia, Estados Unidos, el Reino Unido, Canadá, Brasil, Francia, Alemania, México, Polonia, Portugal, España y Sudamérica.
Aquí, algunos fragmentos destacados.
La mano de Dios
Eran años terribles, con tantas situaciones difíciles de resolver. Por ejemplo, creo que los servicios secretos me vigilaban y me las arreglaba como podía para despistarlos cuando hablaba por teléfono o cuando escribía alguna carta. Les pedía a los jóvenes jesuitas del colegio que no salieran después de la puesta de sol y nunca solos, siempre en grupo; de ese modo sería más difícil que se los llevaran. Además, les prohibía hablar de política cuando conversaran con otros sacerdotes, ya fuera en el refectorio o en los recreos; sobre todo, con los capellanes militares. No todos eran fieles a la Iglesia, ¡creo que incluso algunos de ellos se encontraban dentro de nuestro colegio! No es de extrañar que se produjeran redadas nocturnas en la casa de los novicios, en Villa Barilari, aunque logramos sortearlas sin problemas.
Por la misma época, me presentaron el caso de otro chico que necesitaba escaparse de la Argentina. Me di cuenta de que se parecía a mí y así conseguí hacer que escapara vestido de cura y con mi carné de identidad. Aquella vez realmente me la jugué porque, de haberlo descubierto, sin duda lo hubieran matado y luego habrían venido por mí.
Me di cuenta de que se parecía a mí y así conseguí hacer que escapara vestido de cura y con mi carné de identidad
Recuerdo también la historia de una pareja de catequistas, Sergio y Ana, que vivían con su hijita con los pobres. Los había conocido antes de hacerme sacerdote e iba a verlos seguido. Una familia muy católica, para nada comunista ni subversiva, pero que fue calumniada por la policía secreta. A Sergio se lo llevaron de repente y lo torturaron durante varios días. Hice de todo para que lo liberaran y finalmente lo logré gracias a la intervención del cónsul italiano Enrico Calamai, un gran hombre que salvó a muchísima gente.
Tengo que admitir que yo también fui víctima de calumnias en lo que respecta a esos años de dictadura. Me acusaron de haber entregado al régimen a dos jesuitas que trabajaban en una barriada de Bajo Flores, el padre Orlando Yorio y el padre Francisco Jalics. Los dos curas estaban fundando una congregación religiosa y, como provincial, les advertí, en nombre del padre general, que eso significaría su salida de la Compañía de Jesús. Lo cual ocurrió al cabo de un año.
Además, les aconsejé que dejaran provisionalmente la villa, porque había rumores de que los militares podrían hacer una redada para llevárselos. Les ofrecí también alojarlos en nuestro colegio, por si lo necesitaban, pero decidieron quedarse con los pobres y en mayo de 1976 los secuestraron. Hice todo lo que estaba en mis manos para que los liberaran: fui un par de veces a buscar al almirante Massera, porque decían que a los dos cofrades los habían apresado los de la Marina. En una ocasión conseguí hablar incluso con el general Videla, tras celebrar, gracias a una artimaña, una misa en su casa un sábado por la tarde. Al día siguiente, le conté todo al padre general, Pedro Arrupe, que vivía en Roma. Lo llamé desde un teléfono público en la avenida Corrientes.
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De todos modos, las acusaciones en mi contra siguieron hasta hace poco. Era la venganza de algún rival que sin embargo sabía cuánto me opuse a aquellas atrocidades. Más tarde, unos testigos que antes habían permanecido en silencio, y gracias también al trabajo de unos periodistas, se decidieron a contar la verdad y así las acusaciones se vinieron abajo.
El 8 de noviembre de 2010 fui interrogado como persona conocedora de los hechos en el juicio por los crímenes cometidos durante el régimen. Alguien seguía intentando hacer recaer sobre mí la acusación de connivencia con la junta militar. El interrogatorio, en la sede del arzobispado, duró cuatro horas y diez minutos. Los abogados de las asociaciones de derechos humanos y de los familiares de las víctimas me sometieron a una ráfaga de preguntas. Había tres jueces: el presidente, que estaba muy tranquilo, uno que estaba siempre callado y otro que, en cambio, atacaba. Durante el interrogatorio mencionaron incluso el cónclave de 2005, que tuvo lugar tras la muerte de Juan Pablo II, suponiendo que alguien en el Vaticano hubiese difundido unos informes sobre mí, en los que se alimentaban sospechas sobre mi conducta durante el régimen de Videla, con el objetivo de mancillar mi nombre y dificultar así mi posible elección. Todo inventado: no hubo informes ni sobre mí ni sobre otros cardenales electores.
En cualquier caso, el interrogatorio fue grabado y al final me informaron de que no había nada en mi contra y que era inocente. Volví a encontrarme con uno de aquellos jueces dos veces en el Vaticano: la primera, estaba con otras personas, pero había pasado mucho tiempo desde que lo vi en el juicio, así que no lo reconocí; la segunda vez me pidió cita y se la concedí con mucho gusto. Más tarde, algunas personas me confiaron que el Gobierno argentino de entonces había intentado por todos los medios echarme la soga al cuello, pero que al final no encontraron pruebas porque estaba limpio.
Recé mucho al Señor durante aquellos años del régimen, recé sobre todo para que diera paz a los que vivían en sus propias carnes la violencia y las humillaciones. La dictadura es algo diabólico, lo vi con mis propios ojos, viví momentos de gran desasosiego, con miedo a que pudiera ocurrirles algo a mis cofrades más jóvenes. ¡Fue un genocidio generacional!
Por fortuna, aquella pesadilla terminó a principios de los ochenta y, con las elecciones democráticas de octubre de 1983, las cosas cambiaron para Argentina.
Cerrado sobre mí mismo
Cuando volví a Córdoba «en destierro» en 1990, exiliado por castigo, el escenario había cambiado por completo. Había guiado la provincia argentina de los jesuitas, había tenido encargos de gran responsabilidad, pero ahora había vuelto para ser simplemente un confesor, que es un cargo muy lindo e importante.
En aquella época reinaba la oscuridad, una sombra que me hacía trabajar en mí mismo y me permitió transformar esa situación en una oportunidad de purificación interior. En esos momentos, la espiritualidad ignaciana fue mi faro, pero estoy igualmente convencido de que el Señor me permitió vivir ese periodo de crisis para ponerme a prueba y poder leer mejor mi corazón. En esos casi dos años, pensé mucho en mi pasado, en mi periodo como provincial, en las decisiones que tomé de manera instintiva y personalista, en los errores que cometí por mi actitud autoritaria, hasta el punto de ser acusado de ultraconservador.
Aquellos años de silencio, en la celda número cinco de la residencia de Córdoba, me sirvieron para poder entender cómo mirar al futuro con serenidad
Así que me convencí cada vez más de que aquellos años de silencio, en la celda número cinco de la residencia de Córdoba, me sirvieron para poder entender cómo mirar al futuro con serenidad. Con el tiempo, algunos han hecho quizá demasiado hincapié en lo que ocurrió en aquel periodo oscuro de mi vida. Hay quienes han hablado de acoso laboral en mi contra, de llamadas que no me pasaban y de cartas que no me entregaban. Eso no es verdad, sería injusto decir que las cosas sucedieron así. Algunos pensaron que, para mí, a aquella edad, era humillante encargarme de los cofrades enfermos, lavarlos, dormir junto a ellos para poder asistirlos o ayudar en la lavandería. Pero para mí era natural hacerlo, y también creo que es un paso fundamental en la vida de cualquiera que realmente quiera encontrarse con Jesucristo. Ponerse al servicio de los más frágiles, de los pobres, de los últimos, es lo que todo hombre de Dios, sobre todo si está en la cúpula de la Iglesia, debería hacer: ser pastor llevando encima el olor de las ovejas.
Sin embargo, es verdad que en aquel periodo estaba muy cerrado sobre mí mismo, un poco deprimido. Me pasaba la mayor parte del tiempo en la residencia, rara vez salía. Tenía mucho tiempo libre y alternaba las confesiones con la investigación, la lectura de los documentos del papa Juan Pablo II y los libros del entonces cardenal Joseph Ratzinger para mi tesis doctoral, así como el estudio de casi toda la historia de los papas escrita por el historiador Ludwig von Pastor. Devoré treinta y siete volúmenes de cuarenta, ¡un buen récord! Y, por cómo transcurrieron las cosas en mi vida, ¡debo decir que aquella lectura me fue bastante útil!
En aquellos años, empecé a escribir dos libritos, Reflexiones en esperanza y Corrupción y pecado. En este último, inspirado en un artículo del periodista Octavio Frigerio titulado «Corrupción, un problema político», hay un pasaje que, al releerlo después de tantos años, me hizo reflexionar sobre algunos escándalos en los que se vieron implicadas también las instituciones europeas.
La necesidad de armonía
Durante mi viaje a Budapest en abril de 2023, me reuní con las autoridades, exponentes de la sociedad civil y del cuerpo diplomático. En aquella ocasión, recordando el discurso que di ante el Parlamento Europeo de Estrasburgo en 2014, hablé precisamente de la necesidad de que Europa no sea rehén de las partes, víctima de populismos autorreferenciales, y que tampoco se transforme en una realidad fluida que olvida la vida de los pueblos. Hablé de la necesidad de armonía, que cada parte se sienta integrada en el conjunto y conserve, al mismo tiempo, su propia identidad. Cada pueblo aporta sus riquezas, su cultura y su filosofía, y tiene que poder mantener esta riqueza, esta cultura y esta filosofía en armonía con las diferencias.
El problema es que esto ya no sucede; el sueño de los fundadores parece haber quedado lejos. Si hablé de eso precisamente en Budapest es porque espero que aquellas palabras hayan sido escuchadas tanto por el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, para que comprenda que hay una gran necesidad de unidad, como por Bruselas, que parece querer uniformarlo todo, para que respete la singularidad húngara.
La pandemia de COVID-19
Podemos decir con certeza que, hasta ahora, ha prevalecido un estilo de vida que destruye sin piedad el medio ambiente. Nos faltó contemplación, y cedimos a un antropocentrismo soberbio que llevó al hombre a sentirse el dominador absoluto de todas las criaturas. Por el contrario, nuestro deber, junto al de las generaciones que vendrán después de nosotros, es el de custodiar nuestro hogar común, reconstruir lo que hemos destruido y corregir lo que, antes del COVID-19, no funcionaba y contribuyó a agravar la crisis.
Me gusta ver lo mucho que los jóvenes, sobre todo los chicos y las chicas de los colegios, están comprometidos con la lucha por la protección del medio ambiente, protestando contra las decisiones de los Gobiernos que no actúan lo suficiente contra el cambio climático. El tiempo está a punto de acabarse, no nos queda demasiado para salvar el planeta, y cuando pienso en esos pibes que salen a la calle siempre digo: Haciendo lío, pero a condición de que las manifestaciones de protesta no desemboquen en actos violentos ni terminen pintarrajeando las calles o las obras de arte. En esta crisis estamos todos involucrados, ricos y pobres, y por desgracia debo afirmar que durante el periodo de la pandemia, en algunos casos, prevaleció la hipocresía de ciertos personajes públicos que por un lado decían querer hacer frente a la crisis, querer combatir el hambre en el mundo, y por otro gastaban dinero a mansalva en el suministro de armas. Hay que ser coherente, hace falta un renacimiento que pueda traer un soplo de confianza a los ciudadanos.
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El mundo estaba sumido en la oscuridad, así que pensé que hacía falta un momento de oración que nos uniera a todos para alimentar la llama de la esperanza que iluminaría el camino del mundo. La idea de esta oración extraordinaria en la plaza nació de un cura, don Marco Pozza, el capellán de una cárcel del norte de Italia, que me propuso una Statio Orbis, es decir, un gesto fuerte que pudiera unir a la gente de todo el planeta en un único coro hacia el cielo. Fue algo extraordinario, porque nunca me había encontrado en semejante situación en la plaza de San Pedro, generalmente abarrotada de fieles.
Me detuve a rezar delante del Cristo en la cruz y le pedí que interviniera en la pandemia. Usé una expresión lingüística que se usa mucho en la Argentina, «meté mano, por favor»
Muchos se preguntaron en qué iba pensando mientras me dirigía hacia el atrio: nada extraordinario, pensaba en la soledad de la gente. Estaba solo y como yo mucha gente en el mundo vivía mi misma situación, pero en condiciones seguramente más difíciles. Mientras caminaba notaba un pensamiento que llamaría inclusivo, porque mi corazón y mi mente estaban con cada ser humano. Me sentía totalmente con ustedes.
Es cierto que en la plaza estaba solo, pero tan solo físicamente, porque en el espíritu estaba en contacto con todos y todas, y sentía esta cercanía en la fuerza de la oración: la oración que hace milagros. ¡Por eso pedí que estuvieran también el crucifijo milagroso y la Salus Populi Romani! Me detuve a rezar delante del Cristo en la cruz y le pedí que interviniera en la pandemia. Usé una expresión lingüística que se usa mucho en la Argentina, «meté mano, por favor». Y añadí: «Ya en 1500 resolviste una situación como esta, ya sabes lo que hacer…».
Yo también me aferré a la oración, en busca de un milagro, e hice lo mismo frente al icono de la Virgen, confiándole el mundo y pidiéndole que fuera la madre, no solo del pueblo romano, sino de todo el planeta. Luego observé desde lo alto del atrio la plaza completamente vacía. Reinaba el silencio, solo se oían las sirenas y la lluvia que caía con fuerza. Pensé que, a pesar de la ausencia de gente, estábamos juntos incluso en la distancia. Luego miré a lo lejos el monumento con la barca de los emigrantes y pensé en el barco en el que estábamos, todos asustados y sin saber cuántos llegarían hasta el final del viaje.
El Papa Francisco dirige la oración del Ángelus dentro de una biblioteca, en medio del brote de coronavirus, diciembre 2020. (Vatican Media/Entregada vía REUTERS)
Era un momento fuerte, la tristeza podría haber tomado fácilmente el control; pero encontré una luz de esperanza cuando al final, antes de la adoración eucarística, le besé los pies al crucifijo. En verdad Cristo es la rendición para la humanidad.
El momento más significativo fue cuando sostuve en mis manos el Santísimo Sacramento para la bendición urbi et orbi. Confié mi diócesis de Roma y el mundo entero al Señor, rogándole que pusiera fin a esa tragedia. En la oración recordé sobre todo a los familiares de las víctimas y los trabajadores de primera línea; pero también a las familias que sentían el peso de la crisis desatada por las restricciones; la gente con discapacidad severa; a los que vivían en la periferia y parecían haber sido olvidados por el resto del mundo; a los que vivían en la calle, expuestos al virus sin posibilidad de protegerse; a los chicos y a las chicas que no podían salir de casa; a la gente sin pareja, a veces lejos de casa, que no podía ver a nadie; a los migrantes y a las personas sin papeles en general, a la gente de la cárcel… Pero también a todas aquellas personas que no pudieron despedirse de sus seres queridos con la celebración del funeral.