¿Por qué los salvadoreños han canjeado su libertad por seguridad?

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Por Luis Vazquez-BeckerS

El Salvador, un país que durante décadas ha estado marcado por la violencia de las pandillas, se encuentra hoy en un punto de inflexión. Bajo la administración del presidente Nayib Bukele, se ha implementado una estrategia de seguridad que, aunque altamente efectiva en la reducción de la criminalidad, ha suscitado un intenso debate sobre el costo de las libertades individuales. La pregunta central es: ¿por qué una gran parte de la sociedad salvadoreña ha estado dispuesta a «canjear» su libertad por seguridad?


Un pasado de terror y desesperanza

Para entender esta aparente paradoja, es crucial sumergirse en la realidad que vivían los salvadoreños antes de las medidas actuales. Las pandillas, principalmente la MS-13 y Barrio 18, ejercían un control territorial férreo en vastas zonas del país. La extorsión era una práctica diaria que ahogaba a pequeños negocios y familias. Los homicidios se contaban por miles cada año, y la violencia era tan endémica que se normalizó. Los ciudadanos vivían con miedo constante a salir de sus casas, a que sus hijos fueran reclutados, o a ser víctimas de una bala perdida, o no tan perdida.

En este contexto, las instituciones estatales parecían impotentes o, en ocasiones, cómplices. La justicia era lenta, ineficaz y a menudo percibida como corrupta. La policía, a pesar de sus esfuerzos, no lograba contener el avance criminal. Los gobiernos anteriores prometieron soluciones, pero los resultados eran mínimos o imperceptibles para la mayoría de la población. La desesperanza y la desconfianza en el sistema se arraigaron profundamente.

La promesa de un «régimen» de paz

Es en este escenario de agotamiento y frustración donde surge la figura de Nayib Bukele. Su discurso, directo y confrontativo con el establishment tradicional, resonó con una población ávida de cambios. Cuando en marzo de 2022 se decretó el Régimen de Excepción, la medida, que suspendía garantías constitucionales como el derecho a la defensa y la inviolabilidad de las comunicaciones, fue percibida por muchos como la única vía posible para enfrentar a las pandillas.

Las detenciones masivas, que superan las 87,000 personas, y la construcción de la mega-cárcel CECOT, se han presentado como símbolos de un Estado que finalmente ha tomado las riendas. Los resultados en las calles son innegables: los índices de homicidios han caído drásticamente, y las pandillas han sido desarticuladas en gran medida. Calles que antes eran peligrosas zonas rojas ahora son transitables, y la gente puede, por primera vez en mucho tiempo, sentir una libertad para movilizarse y desarrollar sus actividades sin el acecho constante de los criminales.

La justificación del «mal menor»

Para una parte significativa de la población, especialmente aquellos que vivían bajo el yugo directo de las pandillas, la balanza se inclina claramente hacia la seguridad. Para ellos, la «libertad» de ser extorsionado, de vivir con miedo, o de perder a un ser querido por la violencia, no era libertad en absoluto. En este sentido, la restricción de ciertas libertades civiles se ve como un «mal menor» necesario para recuperar la paz y la tranquilidad.

La narrativa gubernamental ha sabido capitalizar este sentimiento. Se ha enfatizado que las medidas son temporales y que están dirigidas exclusivamente contra los «terroristas». La mayoría de los salvadoreños, que se consideran personas honestas y trabajadoras, no sienten que estas restricciones les afecten directamente, o al menos no tanto como la amenaza pandilleril. La sensación de vivir en un país más seguro ha generado un respaldo popular masivo al presidente y a sus políticas.

Las voces disidentes y el futuro incierto

Sin embargo, esta aparente calma tiene un costo. Organizaciones de derechos humanos han documentado miles de detenciones arbitrarias, casos de tortura y ya casi 500 muertes bajo custodia estatal. La falta de transparencia en los procesos judiciales y la percepción de un debilitamiento de los contrapesos democráticos son preocupaciones legítimas. Los críticos argumentan que, aunque la seguridad es vital, no debe lograrse a expensas del Estado de Derecho y los derechos fundamentales, ya que esto podría sentar las bases para un autoritarismo futuro.

El dilema de El Salvador es complejo y refleja una tensión universal entre la seguridad y la libertad. La experiencia salvadoreña nos obliga a reflexionar sobre hasta qué punto una sociedad, desesperada por la paz, está dispuesta a ceder sus libertades. El tiempo dirá si este «canje» resulta en una paz duradera y justa, o si las semillas de la restricción de libertades germinarán en problemas aún mayores para la democracia salvadoreña.