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La verdad del fundador de comunismo: una vida de burdeles, borracheras y criadas

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El éxito de Marx fue su desdicha. Y ese éxito fue obra del siglo que siguió a su muerte. Esa desdicha produce siempre, para cualquier autor, el imprevisto accidente de acabar triunfando como icono institucional. Y que su obra se mute, así, en doctrina sometida a la regulación disciplinaria de una Iglesia y de un Sacerdocio específicos.

Cuando muere, el 14 de marzo de 1883, Marx no es nada eso. Ni siquiera es un nombre internacionalmente demasiado conocido. Lo es sólo en el círculo muy restringido de la «Internacional Obrera», con la cual no siempre mantuvo las mejores relaciones. La boutade que en esos años lanza a amigos y enemigos, «yo lo único que sé es que yo no soy marxista», no podría ser leída aún como rechazo de movimiento constituido alguno. Es sólo la cautela de un hombre inteligente, que sabe hasta qué punto el sujeto que se toma demasiado en serio su propia identidad está a un paso de la idiotez o del manicomio.

Secreto desvelado

Pero la eclesialización va a consumarse pronto.  Friedrich Engelsl, el amigo excepcional sobre cuyas espaldas correrá buena parte de la financiación de aquel hombre encerrado en la Biblioteca del British Museum a la búsqueda desesperada de la lógica inexorable del desarrollo capitalista, alzará acta del inicio de ese trastrueque del estudioso en autoridad sagrada. En agosto de 1895, el viejo autor del «Anti-Dühring», que había popularizado las difíciles tesis teóricas de su amigo, está agonizando. Antes de que todo acabe, juzga razonable desvelar un secreto que sólo con Karl Marx ha compartido. Hace llamar a la menor de las hijas de Marx, Eleanor, la Tussy que acompañó al autor de “El Capital” en sus últimos y desvalidos años.

Es hora, piensa, de que sepa que aquel a quien él ha inscrito como su hijo ilegítimo en el registro civil junto a su madre, Helene Demuth, es hijo, en realidad, de Karl Marx. Eleanor se encoleriza, cubre de invectivas al amigo moribundo, le acusa de mentir, envuelta en lágrimas. El viejo y paciente Friedrich Engels narra la escena, con desencanto, a su amigo Sam Moore: «Tussy quiere convertir a su padre en un ídolo». No lo era aún. Veintidós años después, la hagiografía soviética se encargaría de construir al milímetro tal icono y de regular metódicamente su idolatría.

Dos Karl Marx

 Gareth Stedman recoge -entre otras muchas- esa muy conocida anécdota en Karl Marx. «Ilusión y grandeza» (Taurus, 2018), su colosal biografía del comunista alemán que revolucionó el pensar del siglo XIX. Y que fue transmutado en máquina sobre la cual dogmatizar en el siglo XX.

Porque hay dos Karl Marx, en rigor. El primero nació hace doscientos años en Treveris, el 5 de mayo de 1818. Hijo de una familia funcionarial, la del abogado Heinrich Marx, judío descendiente de rabinos y converso al protestantismo, estudiante brillante que, en Berlín, aspira a una cátedra universitaria; y que, como tantos de su generación, verá sus aspiraciones rotas por un poder político despótico y ajeno a cualquier amago de libertad de pensamiento; que circulará por la Europa revolucionaria, en torno al gozne de 1848, hasta instalarse el calor de la Biblioteca en Londres, sin lograr salir jamás de la escasez extrema que define a la bohemia literaria de mediados de siglo; que verá morir, niños, a varios de sus hijos; y que, pese a todo, proseguirá una labor de estudio de la cual saldrá el libro más influyente de su tiempo, el inacabado «El Capital».

El segundo es el Marx de papel, ese que echa a rodar el libro I de su «Das Kapital», y que habrá de consumar una vida propia. La de un clásico del pensamiento, sí; un clásico como tantos otros -o como no tantos-, materia indispensable de lectura para los estudiosos del siglo en el que fue escrito. Pero también la vida de algo que iba, a partir sobre todo de 1917, a ser convertido en un Libro Sagrado: la referencia obligada -y casi nunca leída- de quienes optaban a entrar en la Iglesia Kominterniana. Un «libro profético» debe necesariamente haber sido escrito por «un profeta» -por «el profeta», en este caso-: la biografía de Marx -que todavía Franz Mehring había mantenido en términos equilibrados- entró a formar parte de ese género de religión popular que es el de las hagiografías. Y el brillante sabio bohemio fue convertido en un santo. Tanto cuanto la pobre Tussy -mujer de vida trágica que se cerró en suicidio- hubiera podido desear. Más aún, probablemente.

Trabajo minucioso

Gareth Stedman Jones sigue, con minucia de diseccionador, a lo largo de las casi novecientas páginas de su libro, los años que tejieron las sucesivas vidas de Karl Marx, ese Karl Marx estudiante, periodista, agitador, ratón de biblioteca… Es difícil que después de este libro suyo pueda aportarse nada relevante nuevo en cuanto a los datos personales del autor. Su infancia y su medio familiar nos son narrados con una exhibición de detalles hasta ahora desconocida. Y Stedman Jones evita siempre la tentadora argucia de amalgamar vida y obra, de tratar de dar razón del texto en función de las anecdóticas miserias de la vida de quien escribe. El historiador británico opta -y acierta- por ser descriptivo y distante. Y entiende que el valor académico de un texto es por completo independiente de lo que la posteridad haya hecho luego con su autor. La visión retroactiva mata el análisis de texto. Stedman Jones no es siquiera tentado por eso.

Una mala vida

Puede que al estudioso de Marx este libro no le aporte demasiado. Salvo pequeños detalles arrancados a los archivos, casi todo lo que aquí se cuenta es conocido. Pero agruparlo todo y darle esa forma casi novelística que es el mérito mayor de un buen estilo biográfico, es ya, de por sí, un logro de primer orden. Todo Marx está aquí. Todo el Marx que vivió, la mayor parte del tiempo, muy malamente. Ese Marx sobre cuya obra se alzaría la falsificación más poderosa del siglo XX. Pero, para esa hora, Marx llevaría ya un cuarto de siglo muerto.

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