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Es diferente votar por ilusión que votar por el menos malo

Por Luis Vazquez-BeckerS

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La política, en su esencia más pura, debería ser un ejercicio de esperanza. Debería ser la materialización de un futuro prometedor, la elección de un proyecto de país que inspire y movilice a la ciudadanía. Sin embargo, en la práctica, las elecciones rara vez se presentan como un banquete de opciones perfectas. En su lugar, el votante se ve a menudo atrapado en una disyuntiva dolorosa: ¿votar por la ilusión que promete un cambio radical y un mañana brillante, o votar por el «menos malo» de los candidatos, la opción que, si bien no emociona, parece la más segura para evitar un desastre mayor?

Votar por ilusión es un acto de fe. Es creer en la promesa de un candidato carismático que se presenta como la encarnación del cambio, una figura que parece ajena a los vicios de la política tradicional. Este voto nace de la frustración con el statu quo y de la ferviente necesidad de creer que una transformación es posible. Históricamente, en El Salvador y en la región, hemos visto cómo líderes con discursos renovadores han capitalizado este sentimiento. Ofrecen soluciones rápidas, un quiebre total con el pasado y, lo más importante, un nuevo pacto social. Cuando este voto se concreta, las expectativas son altísimas, y la desilusión, si las promesas no se cumplen, puede ser igual de profunda y peligrosa.

Por otro lado, votar por el «menos malo» es un voto de resignación. Es el resultado de la decepción acumulada. El votante, curtido por las promesas incumplidas y la corrupción, ya no busca al salvador. Su objetivo es pragmático: minimizar el daño. Este voto no se celebra, se justifica. No se basa en la admiración, sino en el cálculo frío y en la comparativa de los defectos de cada contendiente. La decisión se toma con la razón, no con el corazón, y a menudo está motivada por el miedo a que la alternativa sea mucho peor. La política se convierte en un ejercicio de contención de daños, no en un motor de progreso.

Ambos tipos de voto tienen sus riesgos. El voto de ilusión, si bien energizante, puede llevar a la polarización y a la entrega del poder a figuras que, una vez en el cargo, demuestran ser tan o más problemáticas que sus predecesores. El voto por el «menos malo», si bien cauteloso, perpetúa una cultura política de mediocridad. Envía el mensaje de que los electores no esperan excelencia, sino simplemente un nivel aceptable de desempeño, lo que reduce la presión sobre los líderes para que se superen.

La diferencia crucial entre ambos reside en lo que le exigen a la democracia. Votar por ilusión exige un cambio total, una transformación que a menudo es idealista e inalcanzable. Votar por el menos malo, por su parte, exige estabilidad y un nivel básico de gobernabilidad, pero renuncia al ideal de una sociedad que aspira a lo mejor.

La verdadera madurez cívica quizás no sea solo elegir entre uno y otro, sino exigir que los proyectos políticos se construyan sobre la base de la verdad, la rendición de cuentas y la visión a largo plazo. Hasta que ese día llegue, la elección entre la ilusión y la resignación seguirá siendo el dilema más fundamental de la política contemporánea.

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