Por Gabriela Baby
Albert Camus nació en Argelia, obtuvo el Premio Nobel de Literatura a los 44 años y vivió 46. Su niñez transcurrió en uno de los barrios más pobres de Argel, con escasísimo acceso a libros y revistas. Sin embargo, gracias a una beca que recibían los hijos de las víctimas de la guerra, (su padre había muerto en 1914, en la Primera Guerra Mundial), el pequeño Albert pudo empezar a estudiar.
Mientras tanto, le encantaba jugar al fútbol y entrenaba duro en un club de barrio. Con el tiempo llegó a ser arquero del equipo juvenil de la Racing Universitaire d’Alger, puesto que ocupó entre 1928 y 1931, cuando comenzó a sufrir ataques de tuberculosis. Ese diagnóstico detuvo su vida deportiva para siempre.
Sin embargo, el fútbol sería un eje importante de sus reflexiones. EnLo que le debo al fútbol, un artículo escrito a pedido de la revista France Football en 1957, cuando Camus ya había recibido el Premio Nobel, dice cosas como: “Después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”.
Seguir al equipo, a las personas, mirar con amplitud toda la cancha, o sea el mundo, abrir el juego, intervenir pero no monopolizar: enseñanzas y aprendizajes del juego y para la vida. “Pronto aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser siempre lo que se dice derecha”, dijo Camus en ese mismo artículo.
Ser extranjero de la propia vida
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“Hoy ha muerto mamá. O quizá, ayer”, comienza El extranjero, una novela de textura neta, sin dobleces, de estilo seco y frontal, que en 1942 llegó para conmover la narrativa occidental. Con un lenguaje austero y desde un narrador protagonista insensibilizado, la trama atraviesa ese sentimiento de profunda apatía que reverberaba en un mundo sacudido por el nazismo, la persecución y la xenofobia, la censura, la ocupación de París, definitivamente, un mundo absurdo.
En El extranjero, el personaje de Mersault, que es a su vez el narrador, recibe la noticia de la muerte de su madre y él mismo ha sido condenado por un crimen y, sin embargo, se sostiene impasible a lo largo de las más de cien páginas. “Pensé que, al fin y al cabo, era un domingo más, que mamá estaba ahora enterrada, que iba a volver a mi trabajo y que después de todo, nada había cambiado”, dice Mersault y el lector quiere estallar o salir a sacudir a los Mersaults que pueblan el mundo.
Porque lo que Camus está poniendo en juego en esta primera obra narrativa es su mirada sobre el mundo, que con el tiempo se llamaríaabsurdismo. Según esta filosofía, el hombre (la Humanidad, las personas) está signado por el absurdo de su propio destino. Ni el amor, ni la amistad, ni la realización personal, ni la muerte de un ser querido (la madre, en el caso de Mersault) tienen la suficiente importancia como para conmover a quien está sumido en el absurdo existencial de vivir.
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También en 1942, pocos meses después de publicar El extranjero, enEl mito de Sísifo, Camus profundiza estas ideas en este libro de ensayos. El mito griego de Sísifo, recordemos, cuenta que Sísifo se pasa la vida llevando una gran piedra a la cima de la montaña, para dejarla caer cuando llega y volver a buscarla al pie, para volver a subir y llegar otra vez a la cima, para que la piedra caiga nuevamente y así la vida.
De este texto es la célebre frase de Camus: “Sólo hay un problema filosófico verdaderamente serio: el problema del suicidio. Juzgar si la vida vale o no la pena de ser vivida es responder la pregunta fundamental de la filosofía”. El suicidio como límite o como pregunta extrema porque no es una salida. Para Camus, la vida debe ser transitada a pesar o en convivencia con el absurdo existencial que impone.
“El hombre se dice que la plaga es irreal”
En 1947 publicó su segunda novela, La peste. El relato se sitúa en Oran durante una peste bubónica ficcional. La ciudad está aislada, el número de víctimas mortales asciende geométricamente día tras día. Los personajes –el médico, el periodista, el funcionario estatal, entre otros– establecen rutinas de trabajo y de circulación que son desafiadas paulatina y sostenidamente por el avance de la epidemia. El narrador (que se autodenomina cronista) usa la tercera persona, pero también se involucra desde un “nosotros” cuando la situación se torna apremiante.
Rieux, el médico de La peste, pasará las más de 280 páginas buscando reactivos y sueros para inocular a sus pacientes. Tarrou, funcionario ad honorem, inventará hospitales improvisados y tiendas de campaña para atender a los enfermos; la denodada vida contra el absurdo de la muerte otra vez.
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“Sin memoria y sin esperanza, vivían instalados en el presente. A decir verdad, todo se volvía presente. La peste había quitado a todos la posibilidad de amor e incluso de amistad. Pues el amor exige un poco de porvenir y para nosotros no había ya más que instantes”, dice la novela. Y es imposible no asociar este continuo presente con aquellos primeros días de cuarentena obligatoria de 2020: los quince días que luego fueron treinta y luego quince más y otros tantos y… ¡Sísifo otra vez!
“Todos nosotros, en medio de las detonaciones que estallaban a las puertas de la ciudad, entre los choques que acompasaban nuestra vida o nuestra muerte, en medio de los incendios y de las fichas, del terror y de las formalidades, emplazados a una muerte ignominiosa pero registrada, entre los humos de los espantosos y los timbres impasibles de las ambulancias, nos alimentábamos con el mismo pan de exilio, esperando sin saberlo la misma reunión y la misma paz conmovedora”, escribe Camus.
Epidemia de cólera.
Y sigue: “Nuestro amor estaba siempre ahí, sin duda, pero sencillamente no era utilizable, era pesado de llevar, inerte en el fondo de nosotros mismos, estéril como el crimen o la condenación. No era más que una paciencia sin porvenir y una esperanza obstinada”. El puro presente sin sentido obliga a revalorizar lo que se tiene o no se tiene y ante la cruda realidad, callar y seguir. ¿Acaso se podría hacer algo más?
La crítica especializada dice que La peste se basa en la epidemia de cólera que en el siglo XIX azotó a la ciudad de Orán. De una manera u otra, todas las pandemias se parecen y cada uno, cada una, es (in) feliz en su propio estilo: el agobio, la incertidumbre, el sinsentido caen puntuales sobre cada minuto de la vida amenazada, pero, a pesar de todo, (en las novelas de Camus al menos) la pulsión vital y la esperanza, débiles fueguitos a merced de la tempestad del virus, irradian su tímida luz.
“La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar”, dice la novela. Después de la reciente experiencia del Covid-19, La peste merece una relectura.
Entonces, el Nobel
En 1957, la Academia Sueca otorga el Premio Nobel de Literatura a Albert Camus “por el conjunto de una obra que pone de relieve los problemas que se plantean en la conciencia de los hombres de la actualidad». Camus tiene 44 años y recibe saludo, medalla y beso de los reyes de Suecia y, ya que estamos, aprovecha la visibilidad mundial para lanzar su mirada impiadosa y esperanzada sobre la Humanidad.
“Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizás mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida —en la que se mezclan las revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos, y las ideologías extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden hoy destruirlo todo, no saben convencer; en la que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y de la opresión—, esa generación ha debido, en sí misma y a su alrededor, restaurar, partiendo de amargas inquietudes, un poco de lo que constituye la dignidad de vivir y de morir”, subraya en el discurso.
Albert Camus fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura dos años antes de morir en un accidente automovilístico.
“Ante un mundo amenazado de desintegración, en el que se corre el riesgo de que nuestros grandes inquisidores establezcan para siempre el imperio de la muerte, sabe que debería, en una especie de carrera loca contra el tiempo, restaurar entre las naciones una paz que no sea la de la servidumbre, reconciliar de nuevo el trabajo y la cultura, y reconstruir con todos los hombres una nueva Arca de la Alianza”, expresa.
También circula una carta breve y muy sentida en la que el flamante Nobel agradece a su maestro de primaria – el Querido Señor Germain – por el afecto y las enseñanzas. “(…) cuando supe la noticia, (del Nobel) pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de esto”, escribe con emoción.
La visita a Sudamérica
A pesar de su apariencia sólida y seductora a lo James Dean, la vida privada de Camus no era, lo que se dice, un mar de rosas. La Segunda Guerra Mundial, el avance del nazismo, la ocupación francesa y la censura del momento lo tenían bastante triste. Dicen quienes lo frecuentaban que era un hombre retraído, solitario, de pensamientos rumiantes, silencioso y hasta algo depresivo.
En ese ánimo estaba cuando sus editores le propusieron que visitara Sudamérica. En Buenos Aires tenía una admiradora que era también su traductora, Victoria Ocampo. La editora de la Revista Sur había traducido y publicado en esas páginas la obra de teatro Calígula, junto con una lectura en clave alegórica acerca de la opresión del primer peronismo.
Ocampo y Camus se habían conocido en Nueva York en 1946. El francés estaba invitado a dar unas conferencias y Ocampo se presentó como su traductora del sur del mundo. Comenzó entonces un intercambio epistolar que duró para siempre. Tres años después de aquel primer encuentro, tras muchas cartas, textos, traducciones, idas y vueltas de ideas, Camus decide visitar Buenos Aires para dar algunas conferencias e intimar con sus lectores rioplatenses.
Pero el viaje fue complicado,y cuando las cosas marchan mal todo se enmaraña. Camus no estaba bien de salud (la tuberculosis, que él llamaba gripe, lo tenía a media máquina), su matrimonio con la actrizMaría Casares estaba en crisis, y en Buenos Aires, los organizadores de las conferencias, pedían los textos por temas de censura. ¿Otra vez Sísifo y la piedra?
Entonces Albert perdió la paciencia y, sin rechazar la invitación de Victoria, decidió suspender las conferencias. Pasó entonces dos días en Buenos Aires, en agosto de 1949, en San Isidro, más precisamente en la casona de los Ocampo. Allí recibió escasas visitas y escuchó grabaciones de piezas del compositor Benjamin Britten y poemas deCharles Baudelaire, junto a su anfitriona. “Hay paz, provisional, en esta casa”, anotó en su Diario de viaje como único comentario sobre su experiencia sudamericana. Fin de la aventura.
Modos absurdos de morir
“¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero negar no es renunciar: es también un hombre que dice sí desde su primer movimiento. (…) El rebelde (es decir, el que se vuelve o revuelve contra algo) da media vuelta. Marchaba bajo el látigo del amo y he aquí que hace frente. Opone lo que es preferible a lo que no lo es”, dice Camus en El hombre rebelde, un ensayo publicado en 1951.
En este libro, Camus trabaja sobre algunas ideas clave de su filosofía: dice que la novela es la forma más elevada de rebeldía y que el romanticismo es más puro que cualquier conformismo. Con respecto a su pensamiento político, afirma la superioridad del individuo a través de asociaciones libres en un alegato a favor del anarquismo.
Este texto traería mucho ruido y gran polémica en la Francia intelectual de posguerra donde Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Jean Luc Ponty agitaban sus ideas y publicaban, entre otras cosas, la revista Tiempos modernos (toda alusión al título de la película de Charles Chaplin no es casual).
«El hombre rebelde», de Albert Camus. Cortesía: Penguin Random House.
Mientras Sartre y su troupe sostienen que el marxismo y el existencialismo eran compatibles, Camus prefiere desmarcarse del existencialismo y vislumbrar la posibilidad de un mundo igualitario y justo sin dirigencias. A decir verdad, ocurre que Camus es crítico frente al estalinismo, mientras que Sartre se mantiene alineado al comunismo. En esta jugada, Sartre y sus seguidores consideran a Camus un idealista “iluso y romántico”, que trasponía en términos morales e individuales el análisis de la realidad política de un mundo altamente convulsionado.
La polémica Camus- Sartre empezó académicamente en la revista Tiempos Modernos y siguió por el terreno de las acusaciones personales. La prensa amarilla de la época sacó buen rédito de los intercambios para alimentar rumores, chismes y hasta elegantes insultos: Sartre acusó a Camus de ser un traidor a su clase, a su pueblo, a su origen.
Simone de Beauvoir lo ridiculizó a través de uno de los personajes de su novela Los mandarines. Todo fue dolor para Albert, que consideraba a Sartre un amigo, un colega y uno de los pocos interlocutores en un mundo de guerras estruendosas y batallas innecesarias. Su texto La caída –que cuenta el derrumbe de un abogado honorable a un ser aborrecible y deshonesto- ha sido interpretado como una ficción elaborada a partir del enfrentamiento con Sartre.
Algunos años más tarde, aquietadas las aguas de este asunto, Camus decide pasar las vacaciones de Año Nuevo de finales de 1959 en su casa de Lourmarin, en las afueras de Paris, con su familia y su editorMichel Gallimard. La mujer y los hijos de Camus regresaron a París en tren el 2 de enero, pero Albert decidió volver el 4 de ese mes en elFacel Vega de Gallimard, un auto súper lujoso de la época.
Lo demás, es la escena triste del final: el coche va por la carretera (la Route Nationale 5 en ese momento) y choca contra un plátano. Camus, que iba en el asiento del copiloto, murió en el acto, a la edad de 46 años. Gallimard falleció pocos días después.
Entre los papeles que se encontraron, había un manuscrito inconcluso, El primer hombre, de fuerte contenido autobiográfico. Allí narra las aventuras de vida de Jacques, un alter ego del autor donde, de alguna manera, Camus vuelve al origen: “En materia de juegos, el fútbol era el preferido, y Jacques descubrió, desde los primeros recreos, la que sería su pasión de tantos años. En el campo de juego era donde Jacques, que hablaba ya de igual a igual con los mejores alumnos de la clase, se hacía respetar y querer también por los peores, que a menudo, a falta de una cabeza sólida, habían recibido del cielo unas piernas vigorosas y un aliento infatigable”, dice el relato. Y otra vez Sísifo empieza su trabajo: los primeros picaditos, el amor a la camiseta, la pasión compartida y la vida como un campeonato.
Camus fue enterrado en Lourmarin, un pueblo del sur de Francia.