Por Luis Vazquez BeckerS
La reciente decisión del partido oficialista Nuevas Ideas de iniciar un proceso de reforma constitucional para eliminar los límites a la reelección presidencial en El Salvador es un golpe directo al corazón de la democracia. Bajo el pretexto de «darle al pueblo el poder de elegir», se está cocinando un mecanismo que, en realidad, reduce la elección a un simple acto formal, sin la alternancia de poder que define a una república. El mensaje es claro: los salvadoreños podrán votar, pero ya no podrán elegir a un candidato diferente al que, desde el poder, ha eliminado todo obstáculo en su camino.
La alternancia en el poder no es un capricho democrático; es su garantía de supervivencia. Sirve como un vital sistema de frenos y contrapesos que previene la acumulación desmedida de poder, la corrupción sistémica y el autoritarismo. Al forzar la rotación de líderes, se obliga a los gobernantes a rendir cuentas y se permite que nuevas ideas y visiones revitalicen la gestión pública. La alternancia es un antídoto contra la tiranía, un recordatorio de que nadie es indispensable y de que el poder reside en el pueblo, no en una sola persona o partido.

La ruta hacia la reelección indefinida en El Salvador ha sido un proceso gradual y metódico. Comenzó con una controvertida reinterpretación judicial de la Constitución que permitió al presidente Nayib Bukele optar a un segundo mandato consecutivo, a pesar de que la ley lo prohibía explícitamente. A este movimiento le siguió la reforma al artículo 248 de la Carta Magna, que eliminó el requisito de que las enmiendas constitucionales sean aprobadas por dos legislaturas distintas, allanando el camino para que la actual Asamblea Legislativa, dominada por Nuevas Ideas, pueda modificar a su antojo la ley fundamental del país.
Ahora, con la reelección indefinida en el horizonte, El Salvador se encamina hacia un modelo de democracia de fachada, donde las elecciones se convierten en meras formalidades para legitimar a un líder que no enfrenta competencia real. La crítica es silenciada, la prensa independiente es asfixiada y la sociedad civil es criminalizada. Bajo estas condiciones, votar no es un ejercicio de libertad, sino una confirmación de un poder ya establecido.
El verdadero peligro no es que el pueblo «elija» a su candidato una y otra vez, sino que el aparato estatal se configure de tal manera que ninguna otra opción sea viable. Un presidente que controla todas las instituciones, desde el poder judicial hasta el legislativo, no necesita ganar una elección en el sentido tradicional. Ya ha ganado al eliminar a la competencia antes de que los votos sean contados.
Si bien la popularidad del presidente Bukele es indiscutible en este momento, los líderes verdaderamente fuertes no temen a la alternancia. La respetan, porque saben que es lo que separa a una república de una monarquía o una dictadura. El Salvador se arriesga a perder la esencia de su sistema democrático, convirtiendo el derecho a votar en una acción hueca. En este nuevo escenario, la pregunta no será a quién elegiremos, sino por cuánto tiempo más tendremos que votar por la misma persona.