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50 años de la primera tragedia de la NASA

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El 27 de enero de 1967, hace ahora justo cincuenta años, la NASA sufrió su primera tragedia: el incendio del Apolo 1, que supuso la muerte de los tres hombres que debían haberlo tripulado y casi hizo descarrilar todo el programa lunar americano.

Era un viernes por la tarde en Cabo Kennedy. El cohete que pocas semanas después debía llevar al espacio a la primera nave Apolo tripulada estaba ya instalado en la plataforma de lanzamiento. Dentro de la cápsula, los tres astronautas – Virgil Grissom, un veterano del programa Mercury, Ed White, el primer americano que realizó un paseo espacial y el novato, Roger Chaffee- estaban simulando por enésima vez las operaciones previas al lanzamiento.

Pero no todo iba bien. Las comunicaciones entre la nave y la sala de control se entrecortaban y sufrían interferencias. Un exasperado Grissom llegaría a quejarse. “¿Cómo se pretende que nos comuniquemos desde la Luna si no conseguimos hacerlo a solo tres edificios de distancia?”. Cierto que esa cápsula era un modelo ya obsoleto, el llamado Block 1, adecuado sólo para vuelos orbitales. Pero era la única disponible; el modelo 2, el que sí que iría a la Luna, estaba todavía en construcción. La NASA pensaba lanzar esa cápsula para probar la mayoría de equipos sin salir de la órbita terrestre. En las semanas anteriores, docenas de técnicos habían entrado y salido de ella, instalando y modificando un dispositivo tras otro. De hecho, el suelo debajo de los asientos de los pilotos era un amasijo de cables desordenados.

A fin de reproducir las condiciones reales de la misión, el interior de la cápsula se había llenado con oxígeno puro a una presión ligeramente superior a la atmosférica. En el vacío del espacio, la presión sería de sólo un tercio de atmósfera pero para una prueba a nivel del mar, esas condiciones tenían que simularse aplicando una presión algo superior a la del exterior.

¿Por qué una atmósfera de oxígeno puro y no una mezcla de oxígeno y nitrógeno, como hacían los rusos? Esencialmente, para purgar todo el nitrógeno disuelto en la sangre de los astronautas y evitar así el peligro de embolia gaseosa cuando saliesen al exterior de la nave, con sus trajes a presión reducida. Siempre había sido ésa la política de la NASA y había dado buenos resultados desde los primeros días del programa Mercury.

Además, con una presión interna baja, las paredes de la cápsula podían ser menos resistentes y eso ahorraba peso. Los rusos, cuyos cohetes siempre habían ido sobrados de potencia, no tenían ese problema.

La escotilla para acceder a la nave estaba diseñada casi como un tapónque se abriese hacia adentro. De esta forma, la propia presión interior asegurase su estanqueidad. En caso de urgencia, antes de poderla sacar de su marco, el comandante tenía que abrir una válvula para igualar presiones dentro y fuera de la nave. Se había pensado en instalar una carga explosiva para volar la portezuela si era necesario, pero la experiencia del propio Grissom años antes aconsejó rechazar la idea: Su cápsula Mercury se había hundido en el mar al detonar accidentalmente el sistema de apertura y él mismo estuvo a punto de morir ahogado.

A las seis y media de la tarde, ya anocheciendo, los astronautas llevaban más de cinco horas encerrados en su nave, tratando de solventar multitud de pequeños problemas. Primero había sido un olor raro, que Grissom detectó a poco de ocupar su asiento. Después, una serie de inexplicables oscilaciones de voltaje que al final fueron ignoradas. Y, por fin, las contínuas interferencias en las comunicaciones por radio. Pero de una manera u otra, se había llegado a simular la cuenta atrás hasta el momento en que debía desconectarse toda la alimentación externa y la cápsula pasaba a depender de su propia fuente de energía.

Fue en ese momento cuando los instrumentos de la sala de control registraron primero unos movimientos bruscos dentro de la cabina, un incremento del flujo de oxígeno seguidos por un súbito pico de voltaje. No había cámaras de televisión instaladas en el interior. En algún sitio del cableado, probablemente en la zona izquierda de la cápsula, cerca de los pies del comandante, había saltado una chispa. En una atmósfera de oxígeno puro a presión bastaron un par de segundos para que el incendio se extendiera por toda la cabina.

Se había pensado en instalar una carga explosiva para volar la portezuela si era necesario, pero la experiencia del propio Grissom años antes, aconsejó rechazar la idea.

Primero las llamas formaron una barrera a lo largo de la pared izquierda, junto a Grissom. Al chocar contra el panel de control, en la parte superior de la cápsula, el fuego se extendió a toda la cabina. Grissom intentó alcanzar la válvula de liberación de presión, imprescindible para poder abrir la escotilla pero quedaba más allá de la pared de llamas. Para entonces, muchos materiales normalmente inocuos habían prendido con virulencia: Aislantes de los cables, la red de nailon colocada bajo los asientos para evitar que alguna herramienta cayese al suelo, poliuretano, dos colchonetas de espuma, plásticos y papeles, soportes de velcro distribuidos por toda la cabina, las propias escafandras que vestían los astronautas y hasta las soldaduras en los tubos de aluminio del circuito de refrigeración.

En los diez segundos siguientes, se oyeron sólo dos o tres exclamaciones entrecortadas en las que apenas se pudo distinguir las palabras “fuego” y “un mal fuego” seguidas de un grito de dolor.

Incluso en esas terribles circunstancias, parece que los astronautas mantuvieron la presencia de ánimo para intentar el procedimiento de emergencia para la apertura de la cabina. Pero no tenían ninguna posibilidad. Las escafandras perdieron estanqueidad y quedaron abiertas a los gases tóxicos de la cabina, provocando la asfixia de los tres hombres por inhalación de monóxido de carbono. Esta sería, al menos, la causa oficial del fallecimiento que indicó la autopsia.

La combustión de todos los materiales en un recinto herméticamente cerrado provocó un súbito aumento de presión, hasta casi tres atmósferas. La cápsula Apolo no era especialmente resistente. Al fin y al cabo, durante un vuelo espacial sólo tendría que soportar diferencias de un tercio de atmósfera entre el interior y el vacío exterior. Así que el resultado fue una brecha en la pared por la que escapo una espesa nube de humo y llamas que inundó toda la plataforma de servicio, cincuenta metros por encima del suelo.

En una atmósfera de oxígeno puro a presión bastaron un par de según dos para que el incendio se extendiera por toda la cabina.

En ese nivel había pocas personas. Entre la repentina humareda, algunas corrieron hacia niveles inferiores temiendo que el cohete de escape, situado por encima de la nave pudiera entrar en ignición. Otras agarraron extintores y máscaras e intentaron abrir la escotilla pese a que la visibilidad era prácticamente nula y tenían que turnarse cada pocos segundos para poder respirar fuera de la nube tóxica. Algunos de ellos sufrieron quemaduras en las manos al tratar de abrirla sin haber podido encontrar las herramientas adecuadas en medio de la humareda.

La escotilla estaba formada por tres piezas independientes, una sobre otra: La exterior, una cubierta ligera de corcho que servía para proteger la nave del rozamiento del aire durante el ascenso; la segunda, era parte de la cubierta termorresistente y la tercera, la más interior, iba sujeta por una serie de tornillos y la propia presión interna. Tardaron unos cinco minutos en abrir las tres. La última se resistió como si no pudiese desplazarse hacia abajo, hasta apoyarse en el suelo. Enseguida se sabría que era el cuerpo de Ed White el que lo impedía.

Tardaron unos cinco minutos en abrir las tres e inmediatamente estuvo claro que no había esperanza alguna para los tres pilotos, inmediatamente, estuvo claro que no había esperanza. Entre el humo que escapaba por las grietas, uno de los técnicos vio salir un pedazo de tejido de nailon requemado. Aun en medio del caos no tuvo dificultades en identificarlo como parte de una escafandra.

El interior de la nave era un tizón ennegrecido; entre el humo todavía se veía el resplandor de algunas luces del cuatro de mando. En el primer momento, nadie consiguió localizar a ninguno de los tres pilotos.

Cuando se aclaró el humo, pudo verse a Grissom, caído bajo los asientos chamuscados, como si intentase ayudar a White, en la posición central, a desconectar los pernos de la escotilla. Chaffee, en el asiento de la derecha, había recibido una exposición menor a las llamas. Las escafandras de los tres estaban prácticamente destruidas. En algunos casos, el nailon se había desecho o fundido con otros plásticos. Los tres habían sufrido quemaduras de tercer grado en más de la mitad de su cuerpo, aunque es posible que estas se produjesen post mortem.

La operación de recuperar los cuerpos iba a ser muy complicada, así que se decidió no intentarlo hasta seis horas más tarde, cuando los rescoldos se hubieran enfriado. Como parte del protocolo de desastres, se sellaron las puertas de la sala de control y el búnker de lanzamiento y se implantó una estricta prohibición de llamadas al exterior pero la conmoción había sido tal que no todo el mundo lo respetó y la noticia se filtró rápidamente.

Los encargados de comunicar la noticia a las familias fueron los propios compañeros de los astronautas. En muchos casos, eran vecinos en la misma calle. Betty Grissom y Pat White fueron localizadas enseguida; Martha Chaffee fue la última en recibir la noticia, de boca de un atribulado Michel Collins, quien años después formaría parte de la tripulación del Apolo 11.

Ninguna de las tres mujeres consiguió superar el trauma. Betty Grissom se enzarzó en una disputa con la NASA a la que acusó de ocultar información sobre el accidente. Años después, sin haber recibido indemnización alguna, pleiteó contra North American como fabricantes de la cápsula y consiguió una compensación de 300.000 dólares. Pat White y Martha Chaffee recibieron justo la mitad de esa cantidad. Pat se suicidó pocos años después del accidente, para muchos, la cuarta víctima del incendio del Apolo 1.

No pudo descubrirse la causa exacta del fuego pero sí que salieron a la luz docenas de defectos y, sobre todo, serios fallos en los procesos de fabricación y control de calidad

La investigación que siguió se prolongó durante más de tres meses. No pudo descubrirse la causa exacta del fuego (probablemente una chispa en un cable mal aislado) pero sí que salieron a la luz docenas de defectos, algunos muy graves y, sobre todo, serios fallos en los procesos de fabricación y control de calidad.

En los meses que siguieron, el diseño de la cápsula cambió de arriba abajo. Se eliminaron todos los materiales combustibles. Las escafandras se rediseñaron para hacerlas más ignífugas. La escotilla fue sustituida por un modelo de una sola pieza que los astronautas podían abrir desde dentro sin más que accionar una palanca.

La NASA decidió mantener el empleo de atmósfera de oxígeno puro. Convertirlo a un sistema de dos gases hubiese sido demasiado complicado e introducido un exceso de peso inasumible. Como compromiso, mientras el cohete estuviese en la plataforma, la atmósfera en la cabina sería una mezcla de oxígeno y nitrógeno pero tras el despegue, a medida que ganase altura, iría sustituyéndose por oxígeno puro a baja presión. Una vez en el espacio, cualquier conato de incendio sería más controlable sin más que abrir la nave al vacío.

Ningún Apolo volaría ya hasta que todas las modificaciones estuvieran listas, año y medio más tarde. Además, en abril de ese mismo año, los rusos también sufrieron su tragedia, esta vez cuando el primer Soyuz, tripulado por Vladimir Komarov, se estrelló al aterrizar tras un vuelo orbital que también se había visto plagado de problemas. La carrera hacia la Luna entraba así en una última y decisiva fase.

 

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