diariolatino.net recomienda: “A ESTE ASADO PARA QUE SEA PERFECTO, LE FALTA GUACAMOL…”

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 Diario La Hora – Director de la Red de Bibliotecas Landivarianas
Presidente de la Asociación Enrique Gómez Carrillo.

Por muchas razones, Miguel Ángel Asturias es el escritor guatemalteco de mayor renombre. Posiblemente influya el Premio Lenin de la Paz (1965) y fundamentalmente el Nobel de Literatura que obtuvo en 1967. Los argentinos podemos agregar, orgullosamente, que lo tuvimos como vecino porteño, primero cuando fue funcionario de la Embajada de Guatemala en Argentina y más adelante cuando fungió como Embajador, y finalmente, cuando tuvo que exilarse bajo la Cruz del Sur junto al río color de león.

Es que Asturias fue poseedor de un dominio del lenguaje y de las formas retóricas, góticas y barrocas, de algo que comenzó siendo tradición oral y que amamantó siendo niño en un país cuya sociedad era (¿es?) “tradicional, rígidamente católica y de miras muy estrechas”, como lo señala Gerald Martin, en su excelente “disección” de “Hombres de maíz”

Parafraseando a Luis Cardoza y Aragón”, “yo escribo sobre Asturias porque Asturias escribió Hombres de maíz”, porque es, “en realidad, el libro de la “ausencia”, eje simbólico de todos los exilios reales y metafóricos sufridos por Asturias, antes y después de escribirlo”.

“Hombres de maíz” fue escrita aquí y allá, donde el destino llevó a Asturias, y el punto final (17 de mayo de 1949) lo puso en Buenos Aires, después de la muerte de su madre y su publicación por la Editorial Losada coincide con la primera edición de “El Aleph”, de Jorge Luis Borges, ambos frecuentadores de un mismo café, el Richmond de la calle Florida. Señalemos al pasar que nada unió entonces ni después a los dos grandes escritores, un mundo de disociaciones sociales y etílicas, los separó.

Lo que sabemos es que “Hombres de maíz” fue escrita, según Martin, “en plan de novela, principalmente en 1948 y 1949, después de la muerte de su madre” y en pleno proceso de su divorcio de Consuelo Amado, poco antes de conocer a Blanca Mora y Araujo que lo acompañaría y apuntalaría hasta el final de sus días.

Recordemos el amor (quizá edípico) de Asturias por su madre a la que le dedicó “Leyendas de Guatemala”: “A mi madre, que me contaba cuentos”, y el epígrafe de “Hombres de maíz”, “Aquí la mujer, yo el dormido”. Amor que el acucioso Gerald Martin, magistralmente disecciona así: “El Señor Presidente” es una novela de tiranía patriarcal, mientras que “Hombres de maíz” “es el triunfo de la conciencia matriarcal, que implica, invirtiendo así la dirección de la primera novela, la liberación de la subconsciencia”.

“Hombres de maíz” (“la más enigmática novela” de Asturias, según Mario Vargas Llosa) llegó a mi vida en noviembre de 1949, con escasos 16 años y a poco de cumplir 17, cuando vi por primera vez al guatemalteco sentado en una mesa de la confitería Richmond, de Buenos Aires, junto a Blanca Mora y Araujo, su mujer y mi compatriota, Gonzalo Losada, su editor y Rafael Alberti que en unos instantes se levantó y parándose junto a mi mesa me pidió enviarle saludos a mi hermana Lola. Un par de horas después, tuve la suerte de estar presente cuando en la librería Atlántida, se le entregó el primer ejemplar de “Hombres de maíz”. Poco tiempo después asistí a uno de los muchos asados en los que estaba Asturias, del que guardo gratamente en mi memoria, al igual que la tarde que pasamos juntos con Rafael Alberti, en el bar La Embajada, donde se reunían los exiliados españoles. Alberti y Asturias hablaron de poesía, del amor y de las mujeres y del asado con el que le darían la bienvenida a su amigo Pablo Neruda…

De ese asado lo recuerdo comiendo junto a un exaltado Neruda, por las excelencias de la carne argentina. Yo era uno de los tantos portadores de bandejas con jugosos trozos de carne a las mesas de los invitados, “mandado” que me permitía escuchar sus conversaciones y rescatar cómo Asturias le comentaba a Blanca que estaba a su lado junto al chileno, que para que ese asado estuviera perfecto le hacía falta “guacamole”.

Como el terco lector incipiente que era, al regresar a casa busqué “guacamole” en las páginas de “Hombres de maíz”, pero no lo encontré, como no le encontré “la vuelta” a esta novela que me desorientaba como el incipiente lector cartesiano en formación que era, que no sabía y no supo por años (más de 20 quizá) vencer el material anecdótico, la abundancia de guatemaltequismos y jintanjáforas vertiginosas y retruécanos musicales que me recordaban la poesía de Nicolás Guillén.

La última vez que vi a Asturias fue en el DF mexicano, en noviembre de 1972, estaba yo haciendo escalada en un viaje a San Juan de Puerto Rico a Guatemala, a donde el destino quiso que él no regresara nunca más y yo, aparentemente residiera para siempre. Le comenté que había leído “Viernes de Dolores”, que el año anterior Losada publicara en Buenos Aires. Percibí en él, algo malo y me despedí muy posiblemente con un porteño “Chaú…”. Esta es una de las tantas impotentes cobardías que arrastro: no saber luchar contra las despedidas. Por eso mismo, ahora que “Todo” para mí está más cerca, entorno los ojos como para oír su voz de trueno, diciendo: “-A este asado para que sea perfecto, le falta guacamol.”

Tardé casi 20 años en descubrir que Asturias estaba en lo cierto con respecto al guacamol y el asado, casi al mismo tiempo que asumí, como mi paisano Vicente Barbieri “que más que “El Señor Presidente”, es en “Hombres de maíz” donde hay que buscar esa minuciosa poesía de Miguel Ángel Asturias, que se agrupa en mil granos, forma mazorcas, ya tiernas, ya sazonadas, bajo ese sol que recorta sombras duras y prolijas. Hombres, en efecto, de maíz: hecho grano a grano, puro alimento de la tierra, y por eso mismo, sagrado alimento.